Parece ser, según gentes de probada y contrastada capacidad intelectual, que tiendo a idealizar a las personas. Esto no tendría mayor importancia (cada uno hace y deshace como mejor le place, digo yo) si no fuera porque esa idealización mía del prójimo próximo viene dada por una inocencia congénita. Vamos, que camino ya de los cincuenta y uno, aún no me he enterado de que va la vaina.
Hasta ahora pensaba yo, puerilmente, que me rodeaba de los mejores, pero todo es fruto de mi calenturienta imaginación. Mi modus operandi es otro. Te conozco, te cojo cariño y seas alto, bajo, hortera o zafio, yo te veo ideal. La única condición es que seas mi amigo o mi amiga. Nada más. No discierno. Cero en psicología básica.
Esto me tiene cavilando, como comprenderán, porque la siguiente lectura es el análisis del tema. Tal vez tenga yo graves carencias que vengo arrastrando desde mi infancia y adolescencia. Lo raro es que no tenga constancia y eso que provengo de una familia totalmente desestructurada, donde mis progenitores tuvieron el mal gusto de vivir en amor y compaña durante cuarenta años.
En realidad, si nos ponemos a pensarlo, tampoco debería ser mala en si misma esta falta de madurez, pero trae nefastas consecuencias, que yo tampoco veía dada mi cándida predisposición vital: los seres idealizados por mi, como en realidad no son sino abyectas personas normales y corrientes, aprovechan estas fantasías mías para su beneficio. No nos engañemos, son muy listos y están a la caza de ingenuas como la menda.
¿Qué oscuras motivaciones les mueven? ¿mi dinero? ¿mi cuerpo lozano? ¿mis contactos en las altas esferas internacionales? ¡Esto es un sinviví! Lo de mi cuerpo podría comprenderlo en mis amistades masculinas, pero ¿en las femeninas de conocida heterosexualidad, qué?
Usted mismo que me está leyendo ¿por qué me lee, eh? ¿qué espera conseguir? Y si después tiene la desfachatez de compartir este artículo en las redes sociales o comentar algo agradable sobre el mismo ¿cree que no me doy cuenta de que es por espúreo interés, Andrés?
Decía un amigo mío en este mismo medio y a raíz de una cibernética conversación que mantuvimos, lo siguiente:
-Princesa, te veo desfondá
– Es que a ratos me viene la madurez Fer, pero tu tranquilo, ya verás como pronto se me pasa.
– La madurez, la melancolía… (…)
Me gusta seguir tocando el tambor, como el niño que se negaba a crecer de Günter Grass, pero sin dejar de crecer, pasar del niño que tocaba el tambor, al joven que tocaba el tambor, a viejo que tocaba el tambor.
Creo que la madurez, la que teóricamente da los años, no tiene que ser sinónimo de “mustiez”, no olvidemos que hay muchos jóvenes mustios, (…) pero si esta madurez conllevara la renuncia a la locura de vivir, yo, como mi amiga, espero que se me pase pronto.
Prefiero «un bombero que un bombardero”, tener “mala reputación”, aunque me miren mal…, que ser “el hombre de gris”, y prefiero…, eso sí, aunque sea desde la madurez inmadura.
Y ahí radica todo, en que en mi inmadura credulidad aún me hace feliz que me llamen princesa. Me hace feliz que mis amigos busquen la manera de mantenerme presente en esos viajes a los que este año no puedo acompañarles. Me hace feliz que no me falte nunca la llamada diaria de los que se preocupan por mi, algunos con sus recientes pérdidas a cuestas. Me hace feliz que alguien adore mi risa y se de cuenta de como la escondo con la mano. Me parece aún maravilloso tener quien me abrace cada noche.
Debe ser cierto que los idealizo, a todos. Son mala gente que se aprovecha de mi bisoñez. ¡Qué mala suerte tengo! DIARIO Bahía de Cádiz