Nunca pensé que en la vida hubiese tanto drama. Son muchos los sembradores enviciados en cultivar este bochorno de funestas realidades que nos dejan sin fuerzas, pero también sin aliento para proseguir el camino. Por cierto, se dice que la tristeza del alma puede matarnos vertiginosamente, como si fuese un virus. Quizás sea así, pero a veces necesitamos llorar para descubrir nuestras habitaciones interiores, para sentir que somos alguien, algo más que un objeto a utilizar por los inhumanos mercados, que todo lo comercian, inclusive cualquier vida humana. Ahora bien, no me sirve la compasión mundana, que a lo sumo vierte una mirada triste, hay que saber llorar con el que se lanza al mar en busca de nuevos horizontes, con el que trepa un muro para saltar hacia otros espacios más libres y justos. Únicamente así, desde el acompañamiento más profundo, se puede entender el sacrificio de poner en riesgo su existencia.
Seguramente si hubiésemos aprendido a sentir de verdad, cuando veo a un análogo a mi deambular por la calle, porque la sociedad le ha marginado y no por capricho, jamás hablaríamos de construir muros fronterizos en ningún país. Yo también pienso, como tantos observadores, que la tendencia y la tentación de construir barreras e inhibir la migración es contraproducente porque fuerza a la gente a colaborar con las bandas de criminales sin escrúpulos y aumenta los ingresos de esas mafias dándoles recursos para corromper a funcionarios de ambos lados de la frontera, dondequiera que esté el límite. Ante estas situaciones, lo trascendental no es darse golpes de pecho, que también, pero si cabe aún más, cuanto más sufrimos su dolor, que es el nuestro igualmente, tanto más sentimos la necesidad de estar entre sus lamentos con nuestros sollozos.
En efecto, hay realidades que sólo se alcanzan a ver cuando nos sobrecogen las lágrimas. Anoche tuve la oportunidad de charlar con un grupo de migrantes, de compartir sus gemidos a través de su voz entrecortada, y me di cuenta de que todo sería distinto si hubiésemos aprendido a descifrar los auténticos sentimientos. Es muy alarmante que se aliente la marginalidad, la exclusión, la xenofobia y, luego, se les demonice hasta el extremo de considerárseles un producto de desecho. Si importante es limitar y controlar el acceso a las armas mortales, no menos vital es, de igual forma, retornar a los armónicos lenguajes de la mente y del corazón, sobre todo para establecer vínculos que nos hermanen. El inolvidable espíritu de Miguel de Unamuno, puede darnos con la llave maestra, «la de vivir y morir en el ejército de los humildes», uniendo poéticas u oraciones, con la santa libertad de llorar cuando a uno le venga en gana. A veces, el berrinche es más benéfico que las hipócritas risotadas tan de moda hoy en día.
Sea como fuere, afecto, tolerancia, respeto mutuo, son conceptos que han de formar parte de nuestro modo de ser y de convivir. Se me ocurre, por consiguiente, que coincidiendo con la onomástica del Día Internacional de la Amistad (30 de julio), se recapacite sobre esos ciudadanos que caminan en la desolación permanente. Si en la constitución de la UNESCO se apunta la necesidad de que la paz no se base exclusivamente «en acuerdos políticos y económicos entre gobiernos», sino en la «solidaridad intelectual y moral de la humanidad»; permítame el lector señalar de que la vida no se fundamente únicamente en etiquetas, pues todo nuestro conocimiento tiene su principio en los sentimientos, que conforman un acuerdo perfecto cuando se unen a la bondad y a una recíproca ternura.
Ya en su tiempo Platón decía de que «cada lágrima enseña a los mortales una verdad». No las sequemos. Pongámonos a pensar sobre ellas. Quizás aprendamos, de este modo, a ser más solidarios, cuestión esencial para promover otro ambiente más humano, más de todos y de nadie, más de servicio al ser humano y no al poder. De hecho la ambición es la raíz de muchos males. Personas que ayer vivían en auténtica concordia, hoy se sirven la copa del divorcio, viven más distanciadas que nunca. Cualquiera que sea la causa y por muy poderosos que sean los motivos que provocan esta separación, el espíritu humano no se entiende como algo desunido, disconforme, independiente… La misma existencia no es aceptable a no ser que alma y cuerpo cohabiten en buena armonía, si no hay una estética natural de respeto de unos para con otros. Cuando se llega al desprecio resulta complicado conciliar nada, reconciliarse y ser feliz. Nos han vendido tantas mentiras esta sociedad de privilegios mundanos, que apenas podemos comprender nada; en parte, porque tampoco nos dejan tiempo ni para recapacitar. Por eso, abunda tanto fanático suelto, tanto cobarde agasajado por corruptos poderes, tanto idiota con cara de borrego.
Naturalmente, pensar es más fructífero que doctorarse en disciplinas que no sirven para nada, ni para saber mirar a nuestro alrededor y ver, que son muchas almas, las que cada día dormitan entre injusticias, y por las que nadie suelta llanto alguno. Qué pena de especie humana, tan endiosada como sin corazón, sin nervio para regenerarse como una sola familia humana en este planeta que todos debiéramos compartir. Recordemos los lazos que nos unen, el tronco común del que formamos parte como linaje, independientemente de la raza, la religión, el género, la orientación sexual o las mismas fronteras y frentes que nos horrorizan. Después del fracaso de tantas mundializadas guerras, ¿cómo es posible no entender la apuesta por lo armónico? Continúan siendo viables las contiendas, porque también hoy nos dejamos embaucar por la falsedad de unas estrategias atroces que nos impiden gemir, porque el mismo corazón lo tenemos insensibilizado, corrompido hasta el tuétano. En consecuencia, soy de los que pienso que la humanidad tiene necesidad de hallarse, de fundirse, de lloriquear como niños. Quizás sea la hora del suspiro, de la queja y del crujir de dientes, para que renazca un mundo más fraternizado, con unos moradores más perceptivos a la realidad que nos circunda.
Para algunos de los humanos la vida es tan dura, que para desenganchar los traumas hace falta derramar muchas gotas de sangre y sudor. La integración de culturas, aparte de precisar de gran paciencia, requiere autenticidad en la acogida, y eso se percibe a través del alma de sus ciudadanos, que han de reflexionar sobre la manera de construir un mundo más ensamblado internamente. A este respecto, las religiones creo que pueden ayudar en este caminar juntos en peregrinación por el tiempo. Así, el año de la misericordia de los católicos, sin duda es la ocasión propicia para redescubrir y vivir esta dimensión de solidaridad, fraternidad, ayuda y apoyo recíproco, que hoy tanto el mundo necesita. También el budismo activa el cultivo de la mente y el corazón, por medio de la meditación, atención y plena consciencia del presente. O el mismo Islam, como una religión de tolerancia, que nada tiene que ver con las acciones perpetradas por los jihadistas. La religión auténtica es manantial de concordia siempre.
Al fin y al cabo, lo verdadero rehúye de actitudes irrespetuosas y premia los diálogos constructivos, teniendo presente que, cuanto más se pone uno al servicio de los demás, más libre se siente y más gozoso transita. No perdamos de vista que a todos nos une un mismo pasaje existencial, cada cual desde su propia identidad; y, como tal, no ha de traicionarse asimismo, pues indivisos necesitamos del colectivo, ya sea para reír o para llorar. No hay mayor causa de súplica que no poder hacerlo. DIARIO Bahía de Cádiz