Si no puedes con el enemigo, únete a él, dice el refranero. Pues vale. Hecho. Y ahora lo aplico a la horda de feroces enemigos que tengo en el comer: la tortilla de patatas y las tortas de nochebuena de mi madre, las croquetas del puchero de mi suegra, el tiramisú y las pizzas caseras de Pepe, los bollos engollipones a palo seco, los huevos fritos con papas, los sopones en la salsa de las almejas a la marinera, el brazo de gitano de chocolate… y más.
Desde chiquitita mis carnes han tendido a expansionarse a sus anchas, de forma directamente proporcional al hambre constante, y viceversa. De siempre he sido “grandota” (odioso calificativo), y en la adolescencia debía asumirlo con dolor. Y remordimiento. Siempre remordimiento. En COU, mi madre me puso a régimen, harta de escuchar mis lamentos por no ser una canija clónica más. Pero pronto, los lamentos fueron de otra índole: lampaba por los bocatas de tortilla con mayonesa de la cantina del instituto. No caí. Y conseguí perder casi veinte kilos de alegría. Aún no me he recuperado del trauma. Y díganme ahora qué hay más deprimente que un yogur desnatado natural, a media mañana, existiendo las cañas de chocolate.
Mientras estuve distraída, peleándome con las calorías, corriendo sin que me persiguiera nadie, no reparé en que yo siempre sería una “buenacomedora”, y que tanto esfuerzo resultaría ser una batalla perdida. Así que, pasados los años del pavo (relleno), cambié de estrategia: disfrutar, comedidamente, pero darle gusto al paladar.
No seguiré contándoles las batallitas de la transición de niña a mujer, ni las ceremonias iniciáticas en el Body Factory, porque sería muy largo y aburrido. Así que voy al grano (por cierto, odio los granos, sobre todo los de avena, desde el auge de Dukan): todo esto me lleva a una afirmación rotunda (como rotundas mis curvas, ahora que se lleva eso, y si no, miren a la Kardashian): estoy disfrutando de una época dorada. Estoy viviendo mi gastrovida.
Unida a los sabores, fundida con el color, las texturas. Prendada de todos los chefs del mundo, entregándoles mi hambre y mis ganas de vivir, ofreciendo la talla 38 como sacrificio a mis nuevos dioses con mandil, y mandando a tomar viento (o por el váter) la L-Carnitina.
Aprendí qué era el tikka masala, los mochis (de la Robles), maki, niguiri, cerveza Maier, kebab del Bahía Mar, el arroz con pollo de La Gitana, la pizza de La Muela, el pulpo y la zorza de Los Sobrinos del Padre en Santiago, las charinis de Casa Hidalgo, los caramelos de cereza de Maype en Cádiz, las tortillitas de camarones de Balbino, el tocino de cielo de Rufo en Barbate, la sopa Monasterio de Calvillo en El Bosque,…
Mi religión es la Tapatología, y los profetas, los mejores, Monforte y Landi (propongo ruta L´Obeli).
Ahora sé que existir merece la pena si el fin llega en muchas pequeñas muertes con el tartar de atún de La Breña de Ciprian Jordan. Mejor morir de curiosidad con Mauro Barreiro. Y matar por ir a Aponiente, aunque sea una vez. Mientras, las estrellas de mar coronan Vejer, y despierto con Tamara y Jesús en Valvatida.
Soy feliz. Tremendamente. Y créanme, tampoco sufre tanto la cintura (ni el cinturón). Todo es cuestión de dosificarse. Reir. Fluir. Descubrir lugares sabrosos, con amigos. Equilibrio. Perfecto maridaje. Dejarse llevar. Y gastrovivir. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso