Dicen que no se debe mirar para atrás, que eso te puede llevar, sin querer, a perder de vista la dirección hacia donde quieres ir, o al menos desviarte del camino. No seré yo quien intente rebatir esta máxima, ni mucho menos, pero cuando tienes muchos más recuerdos que proyectos, hasta creo que sea bueno. Estoy convencido que con el paso del tiempo los recuerdos, como casi todo, pueden acomodarse, falsearse para servir de justificación del hoy, del mañana.
Con miedos, con temores, empiezo este viaje a mi propio pasado, a mis diecisiete. Es con diecisiete cuando se conforman mis sueños, cuando incorporo cantantes y canciones “imperdibles” que quedan prendadas en mí. La música de Sudamérica me descubre ritmos y letras que me hablan de “angelitos que se van a los cielos”, de “recuerdo a Amanda, la calle mojada”, de cartas recibidas con noticias de hermanos…, del Venceremos, de Santa María de Iquique. De Víctor Jara, de Violeta Parra y sus hermanos, de Quilapayun, de Inti-Illimani.
Cuántas horas de escucha en casa, en las excursiones, en tiendas de campaña con el fondo de la lluvia en el exterior. En el campo a todo volumen, en el interior de las casas casi como un susurro. El recuerdo, la memoria, viene a visitarme junto con un presidente que demostró que se puede llegar mediante unas elecciones al gobierno, con una quena sonando y el ritmo de una cueca.
Con miedos, y con temor a comprobar que estos recuerdos fueran falsos, o al menos estaban falseados, que estaba equivocado y que toda mi vida ha girado en una especie de autoengaño. Me producía un especial desasosiego que la gente hubiera olvidado la historia, su historia, aquella que ocurrió cuando yo cumplía los diecisiete años.
Pisé las calles de Santiago por primera vez, ya no estaban ensangrentadas, hacía demasiado tiempo ya, pero yo si he llorado frente a La Moneda recordando a los ausentes. Visite en el cementerio los monumentos a Salvador Allende, las tumbas de Violeta Parra, de Víctor Jara. Me sorprendió el Memorial a los desaparecidos, a los que teniendo nombres y apellidos han pasado a la historia con un nombre colectivo, pero con el respeto y cariño de su gente.
el tiempo lleva al olvido, pero también es verdad que esto ocurre cuando se tiene mala memoria, o no se cuida esta. Aquí, en Chile se cuida la memoria, sin duda
Es verdad que el tiempo lleva al olvido, pero también es verdad que esto ocurre cuando se tiene mala memoria, o no se cuida esta. Aquí, en Chile se cuida la memoria, sin duda. He tenido envidia cuando pasé por el número treinta y ocho de la calle Londres de Santiago y leí en la puerta: “Centro de Memoria, aquí se torturaba en 1973”; mientras que en la acera había adoquines de metal con el nombre y fecha de desaparición de los detenidos. Me acordé de Vía Layetana en Barcelona, o la Puerta del Sol en Madrid.
Pero cuando más me di cuenta de los años que nos llevan de delantera, fue al recorrer el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos. En ninguna parte del Museo se pedía ni venganza, ni mucho menos revancha, solo rescatar con orgullo y rigor toda una época de la historia que, aunque parezca lejana, es de antes de ayer. ¿Para cuándo un museo de parecidas características en nuestras ciudades?
Llegado este punto, me hice la pregunta que me hacía antes de iniciar este viaje a mis diecisiete: ¿estaba equivocado?, ¿he vivido distorsionando mis recuerdos de juventud?
A pesar de las vueltas que se da, a pesar de las “banderas rotas”, a pesar de que más de una vez me cuesta reconocer caras y mensajes de quienes creía mi gente y ahora me avergüenzan, a pesar de todo, me sigue emocionando escuchar a Víctor Jara, se me forma un nudo en la garganta cuando veo el bombardeo de la Moneda, y cómo alguien decía, sigo teniendo la sangre roja, el corazón a la izquierda, y anhelar justicia, libertad y fraternidad para todos no me avergüenza. DIARIO Bahía de Cádiz