Normalmente se decía que somos lo que comemos, no faltaba razón, pero no solo lo que comemos por la boca: hace mucho, quizás desde siempre, en realidad somos lo que leemos, lo que vemos en periódicos y televisiones, en definitiva y para resumir un poco, somos lo que consumimos, y si, la información se ha convertido en materia de consumo.
Con este golpe, no sé si llamarlo de estado, pero golpe seguro que es, nos hemos convertido en meros propagandistas de los argumentarios, que día a día, redactan desde los cuarteles generales, y que nos suministran para el consumo medios de comunicación opinadores a sueldo y saltimbanquis de las ideologías, listos para el consumo humano.
Escuchar, por ejemplo en el ascensor o durante un trayecto de bus, punto por punto, las razones de porque una cosa es sedición, que son, en orden y todo, de la A a la Z, las mismas que el politólogo de turno -por cierto sigo sin saber a qué se dedican de verdad los politólogos- no tiene precio. Debe ser que esto del cuñadismo es verdad, es normal que los Ferreras y otros, en la medida que los tenemos sentados en el salón de casa a todas horas, al final los queremos como a nuestros propios cuñados y han sustituido a los de verdad en nuestro mundo inmediato.
Nos gusta consumir los productos elaborados, los alimentarios y la información. Nos ahorran trabajo de reflexión y de cocina. ¿Para qué contrastar información, para qué salir a comprar a la plaza? Hemos conseguido creer que los pollos viven en filetes envasados, que hay vacas distintas para leche desnatada o sin lactosa, o que el pacto firmado por el PP, PSOE y Ciudadanos es para defender la democracia y la Constitución. Todo es vendible si tiene buena presentación, tiene buen marketing y una campaña publicitaria por tierra, mar y aire.
Y hablo en primera persona del plural, no por creer que todos somos tal cual -no me quiero librar a mi mismo de este consumismo-. Hay personas que se mantienen un poco al margen del esquema, personas menos permeables a influencias, no por que sean rebeldes contestatarios rojos, no; simplemente es que observan, evalúan y después opinan.
Un caso, el portero de una finca de Cádiz, que al llegar a su trabajo el día 2 de octubre, se quedó en la puerta mirando la fachada de arriba a abajo, y tras unos segundos y mientras metía el cubo de la basura al portal, pensaba en voz alta: “coño, creía que me había equivocado y esto era el cuartelillo”. DIARIO Bahía de Cádiz