Recomiendan los manuales “del buen conductor” que es necesario, casi imprescindible, hacer del uso del espejo retrovisor algo habitual y necesario para asegurar un buen manejo del coche por la carretera. Puede ser de noche, con luces largas o de cruce, puede ser de día, con mucha circulación o podemos ir solos; pero siempre, siempre conviene echar un vistazo al camino pasado para comprobar lo andado, lo recorrido, asegurar en cierta forma que llevamos el camino que deseamos, comprobar que en caso de atasco no llevamos a nadie demasiado cerca y evitar un accidente o al menos incidente. Pero incluso mirar por el espejo retrovisor permite recordarte a ti mismo qué calles no tomar la próxima vez y olvidarte con una última mirada por dónde pasaste.
Cuando se “despierta” en edad temprana, con trece o catorce años y te incorporas al activismo social en el instituto, en la escuela de formación profesional o en tu barrio, como todo en la vida, tiene aspectos “negativos” y “positivos”. Alguna vez he reflexionado, al menos en mi caso, que el llevar una actividad antifranquista desde muy, muy joven, me llevó a saltarme mi juventud, el ser y ejercer de joven, discotecas, juergas, pandillas…, pero en positivo adquieres unas experiencias únicas de las que muy pocos pueden presumir, y lo más importante, más tarde, sin ser anciano puedes y debes reflexionar sobre ellas.
Eduardo Sánchez Gatell en su libro ‘El huevo de la serpiente (el nido de ETA en Madrid)’ mira por su espejo retrovisor para contar sus recuerdos sobre una época, que para algunos parecerá lejana, para otros, peligrosamente cercana.
Como él mismo dice por activa y por pasiva, no es un libro de historia, ni lo pretende, son solamente los recuerdos de un jubilado, que le tocó vivir siendo muy joven, hechos tan importantes como la muerte de Carrero, el atentado de la cafetería Rolando en la calle Correo de Madrid, en lo que sería la aparición de ETA Militar en el escenario trágico y sangriento de toda una época, descifrando algunas de las claves desde su propia experiencia.
desnudar una época, a sus protagonistas, incluso a sí mismo, no es fácil. Es más, puede llegar a ser peligroso si no se hace desde la sinceridad
Conocí a Eduardo en 1972, durante un homenaje a Rafael Alberti en el Ateneo de Pegaso que coordinaba la poeta Angelina Gatell, su madre. El diecisiete años, yo dieciséis. Algún tiempo antes habíamos coincidido alrededor de unas hojas de multicopista, que comenzaban siempre con un verso de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía”; después han tenido que pasar más de cincuenta años.
Desnudar una época, a sus protagonistas, incluso a sí mismo, no es fácil. Es más, puede llegar a ser peligroso si no se hace desde la sinceridad. Eduardo Sánchez Gatell lo hace de una honestidad intelectual indudable, sin aspavientos, sin adornos ni recursos literarios que pudieran adornar lo importante, que son sus recuerdos. A veces resultan crudos, pero son así porque ese periodo es crudo.
Desnudos quedan algunos de los personajes, actores, protagonistas y métodos revolucionarios de salón, teóricos de la nada, por mucho Alfonso Sastre o Eva Forest se llamaran. Quedan al desnudo las “teorías revolucionarias” que solo escondían ansias de mentes enfermizas de protagonismo a base de sangre, aunque hiciera falta de engañar, o al menos, intentar engañar a quien sea, incluidos chavales.
Gracias Eduardo, por tener la valentía de poner negro sobre blanco tus recuerdos.
A propósito de espejos retrovisores, nunca perdáis de vista el camino que tenemos por delante, podéis saliros de la carretera. DIARIO Bahía de Cádiz