Y es que con la escritura ocurre igual que sucede con la lluvia, que a pesar de ser un don natural y necesario, nunca llueve a gusto de todos.
Sin embargo, la virtud que tienen las personas que escriben -a diferencia de la lluvia- se manifiesta en la oportunidad tanto de elegir y controlar lo que escriben como lo que pretendan decir u opinar.
No obstante opinar públicamente sobre cualquier tema de carácter general o concreto, lleva siempre implícito el riesgo de la interpretación, la aceptación o la discrepancia por parte de los lectores, que son los que en definitiva, someterán lo que se escribe a su particular juicio crítico de censura o de conformidad con lo publicado.
Por tanto la crítica constructiva, respetuosa y razonada será no sólo bien recibida sino necesaria para el que escribe, porque además de dignificar -al que la suscribe- constituye una estimulante vara de medir que conduce a conocer hasta donde ha calado el contenido de lo escrito.
En cambio, hay otra crítica menos constructiva, más tediosa, agresiva y despiadada para descalificar lo escrito si lo que se cuenta, no coincide en gustos ni en la profundidad deseada de los que leen el mensaje emitido.
Ambos casos, son respetables aun entendiendo sus propios matices diferenciales. Es decir, tan legítimo es elogiar lo que se considera bueno o bien escrito. Como desestimar aquello que se considera mediocre o no encuentra el eco ni el respaldo deseado.
No obstante en una sociedad como la que tenemos hoy; cabe todo. Cada cual es libre de manifestarse públicamente al impulso de su voluntad. Pero desde el respeto, sin herir sentimientos, ni infligir en el menoscabo o el desprecio de nada ni de nadie.
Y con frecuencia nos olvidamos de la existencia de un código ético que permite comportarnos en total desacuerdo con una opinión que se haya emitido sesgada, pero siempre con la educación con la que todas las personas deberían expresarse, si es que están bien dotadas dentro de los parámetros sociales y educativos mínimamente exigibles.
No tiene más razón el que más grita, insulta, falsea o trata de humillar al que escribe; porque en la mayoría de los casos, el que intenta humillar, se descalifica y se humilla así mismo sin apenas darse cuenta ni siquiera llegar a percibirlo aunque sea escasamente. Se dice que el hombre culto o simplemente educado, vive en paz y sin criticar y el necio pasa por la vida criticando y sin convivir.
Y esto, se observa lamentablemente en los comentarios y en las críticas que solemos ver en los medios, especialmente en las redes sociales y a veces escondidas bajo el anonimato; comprobándose que son bastantes más -las negativas- pronunciadas además con ciertos resentimientos, qué -las elogiadas- para las que existen mayor reticencias admitirlas, aunque sean acertadas, válidas y dignas de mencionarse.
Algunos de estos críticos incurren en su propio error al pretender corregir algo; empleando palabras o frases inadecuadas. Y por citar algunos ejemplos, he visto como se designa con un ¡qué horror! un término tan nuestro como autóctono de “cañailla” (con o sin acento) por cañadilla sobre todo si se le aplica coloquialmente a uno de los nuestros. O cuando se emplea este otro de “catetada” para ridiculizar algo que no nos gusta. Y así podríamos seguir, sin omitir las deformaciones: akeyo, xico o beteya y otras perlas, que son las que realmente constituyen ¡un horror! y distorsionan la belleza de nuestro rico léxico cervantino.
Por eso, no puedo soslayar qué escribiendo en este espacio a veces temas cofrades con aciertos o sin ellos, pero con el debido respeto. Dejar de señalar el uso incorrecto del término “capillita” por el de -cofrade- y más aún si se utiliza en un tono ciertamente hiriente o en todo caso peyorativo.
Siempre se ha dicho que destruir es más fácil que construir. Y que la palabra llega al infinito por ser el medio más veloz que utilizamos los humanos para comunicarnos. Y no tiene límite, aunque sí un riguroso peligro -el de la flecha- que una vez lanzada ya no tiene retroceso. Y de su buen o mal uso se obtienen idénticos resultados. Una palabra mal empleada: daña. Se puede rectificar, pero ya no cambia los hechos.
Los cofrades -no capillitas- tenemos bien asumidos el uso correcto de la palabra y del concepto y junto a las asociaciones de belenes, conocidas popularmente como ‘belenistas’ -que también lo tienen asumidos- coincidimos grata y plenamente en el mismo objetivo ¡Difundir y honrar mediante culto, el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección del ser más grande de la historia venido al mundo: ¡El Hijo de Dios, Jesucristo El Señor!
Sin embargo, hay quienes nos consideran tontos de capirotes a unos y tontos de nacimientos a otros y por cierto, muy bien dicho considerando el juego de palabras. Pero alguien a quien agradecer ha dicho: ¡Benditos sean esos maravillosos tontos! Porque a ellos les debemos mantener vivas las costumbres y las tradiciones de nuestros pueblos. DIARIO Bahía de Cádiz