“La realidad que llamamos Estado no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir grupos nativamente separados». Ortega y Gasset.
Los orgullosos europeos nos creemos que somos el principio y el fin de la civilización y que, aparte de nuestra endogámica historia, tal y como consideraban los antiguos romanos a los que no formaban parte de su extenso imperio, los otros pueblos del resto del mundo no son más que “bárbaros” aunque, en realidad, existan civilizaciones milenarias que demostraron estar avanzadas en miles de años respecto a nuestra, relativamente reciente, cultura europea. En España, concretamente, solemos tener una visión un tanto parcial del pueblo norteamericano que, se me ocurre, puede estar influida, en gran parte, por nuestra aplastante derrota naval y terrestre en Cuba ante las fuerzas armadas de los EEUU, el 18 de julio de 1898, cuyas consecuencias nos llevaron a perder todas las colonias españolas, con la firma del draconiano tratado de París de diciembre de 1898, por el que cedían a la EUA las Filipinas, Puerto Rico y las demás plazas de soberanía española en las Indias Occidentales y la isla de Guam en las Marianas.
Se puede decir que, en el pueblo español, existe una relación de admiración y antipatía hacia el pueblo norteamericano, que se demuestra con la tendencia que tenemos a imitarles en todo aquello que está a nuestro alcance y, por otra parte, situarnos en un plano superior, cuando los consideramos por debajo de nuestro nivel intelectual, un espejismo sin otra prueba que el intento de encontrarles algún defecto que nos permita sentirnos superiores a ellos. Lo que sí es evidente es que, la llegada de los emigrantes ingleses al nuevo mundo, tuvo unos comienzos muy duros en los que se vieron enfrentados a los aborígenes y a una naturaleza con la que tuvieron que aprender a convivir. Se vieron obligados a adaptarse a un ambiente que les era hostil y, los distintos tipos de inmigrantes ingleses que fundaron las primeras colonias en aquel vasto territorio, lo hicieron desde un punto de vista muy distinto los unos de los otros.
Los colonos británicos, en 1600, formaban dos grupos que llegaron a América del Norte atravesando el Atlántico. Uno de ellos, integrado por empresarios ingleses, fundaron la colonia de Jamestown que, después de superar contratiempos convirtieron aquella ciudad de Virginia en una próspera empresa comercial. Por otra parte, otro grupo, en este caso de piadosos colonos británicos, llegaron casi simultáneamente a Massachusetts, con la intención de que aquel territorio se convirtiera en un ejemplo para el mundo, tal como fue descrito´, en un sermón, por John Winthrop, líder de los puritanos de Boston: “Debemos de ser como la ciudad sobre la colina. Los ojos de todo el mundo nos observan”. La colonia de los adustos clérigos de Boston intentó imponer la virtud pública; la de Pensilvania se convirtió en refugio de cuáqueros; la de Nueva York nació como una colonia comercial holandesa y, posteriormente, fue conquistada por los británicos; Maryland fue refugio de los católicos británicos; los suecos fundaron Delaware; el estado de Vermont fue el primer asentamiento francés (por un tiempo fue un país independiente) etc.
Como es natural, una mezcolanza de razas, religiones, profesiones, aventureros, comerciantes y vividores, que acudieron al nuevo mundo en busca de riquezas y, otros muchos, para evitar la acción de la justicia; no era fácil de dominar, lo que les creó no pocas dificultades a las autoridades británicas y a los militares encargados de mantener el orden y evitar que, aquellas turbas indisciplinadas, se salieran de las estrictas normas importadas de la metrópoli europea. Todas aquellas colonias fueron, años más tarde, la simiente de lo que llegaría a ser la gran nación americana. Los estados confederados de América son el resultado de la agrupación paulatina de todas aquellas comunidades que decidieron unirse ante la necesidad de enfrentarse a lo que se convirtió en su enemigo común: la poderosa Gran Bretaña. No obstante, no todas las colonias se integraron en los EUA a la vez, sino que, a medida que sus intereses confluían con la Unión, se iban sumando, manteniendo sus peculiaridades, sus `propias leyes y gobernantes formando la, cada vez, más numerosa confederación de estados americanos.
No es posible que, desde Europa o España, nos creamos que el espíritu de pueblo americano, forjado en la superación de las adversidades, en su lucha por sobrevivir, en su enfrentamiento con los pobladores oriundos del país y con un clima que, en muchas ocasiones, echaba por tierra años de esfuerzo y trabajo, obligando a quienes se convertían en sus víctimas a volver a empezar de nuevo, enfrentándose a los infortunios con el espíritu de superación y lucha que siempre les ha caracterizado; es inferior a nuestra concepción de lo que debe ser una sociedad, cuando la realidad nos enseña que, la gran nación americana, nos lleva medio siglo de ventaja en todos aquellos aspectos que convierten a una nación en la mayor potencia del mundo.
Ahora, que la nación americana está a punto de ejercitar su derecho al voto, para elegir a quienes han de sustituir a los que actualmente tienen a su cargo el gobierno de la nación; desde esta orilla del Atlántico, desde esta Europa incapaz de conseguir una unión bajo una Constitución única, enzarzada en una serie de batallas egoístas entre las distintas naciones, que no se resignan a perder sus privilegios y sus facultades para poder construir la gran empresa social, económica, militar y financiera, con la que soñaron personalidades como Konrad Adenauer, Joseph Bech, Wiston Churchill, de Gasperi, Robert Schuman, Spaak y tantos otros mandatarios, que defendieron este gran proyecto de la Unión Europea; pretendamos darles a los norteamericanos lecciones de a quiénes deben elegir, quienes son los que más les interesan o a cuales se les debe dar preferencia sobre los demás porque, desde nuestro limitado y subjetivo punto de vista, pensemos que un candidato es mejor que el otro. ¿Para quiénes, para nosotros y nuestras conveniencias o para el pueblo americano y sus propios intereses?
¿Estamos nosotros, los europeos, en condiciones de pedir que los norteamericanos sean los que siempre nos vengan a sacar las castañas del fuego a los europeos, como sucedió en las dos guerras mundiales del pasado siglo? El señor Trump parece que no quiere que esto vuelva a suceder ¿se le puede criticar por eso? Nosotros que, en España, nos vemos invadidos desde el sur, desde Marruecos, por miles de migrantes que intentan y, en muchas ocasiones, lo consiguen (como ha venido ocurriendo recientemente en que 200 migrantes han conseguido saltar la valla de Ceuta para entrar en territorio nacional español). ¿Podemos descalificar al señor Trump por oponerse a que, su país, deba acoger a todos los mexicanos que atraviesan, subrepticiamente, la frontera, para huir de su país, dirigido por un gobierno incapaz de evitar la corrupción, de dar trabajo a sus ciudadanos, cuando es una nación rica en petróleo y en otras materias primas, prefiriendo que sus ciudadanos emigren como un método fácil de evitar problemas? O acaso ¿estamos en condiciones, cuando en Europa no somos capaces de defendernos, organizar un ejército que pueda enfrentarse a quienes pretendan perjudicarnos; de pedirles a los EEUU de América que mantengan unas fuerzas armadas en condiciones de acudir a defendernos, cada vez que los europeos nos encontremos en dificultades para proteger nuestras fronteras? El señor Trump parece que no quiere que los soldados americanos vayan a morir fuera de su patria, sólo para sacarles las castañas del fuego a quienes no han sido capaces de organizarse para enfrentarse a sus potenciales enemigos ¿es esto una tontería o una estupidez?
Como siempre, los ciudadanos americanos serán capaces de resolver, como a la mayoría mejor les parezca, sobre quienes deberían ser los que fueran más convenientes, adecuados y los que estimen más capacitados o los que entiendan que, para este especial momento de la historia, sean los más aptos para dirigir la nación hacia sus objetivos, al tiempo que sean los que más posibilidades tengan de conseguir que tengan éxito en dicha misión. Y lo que es evidente: que lo que en Europa nos parezca que nos va a perjudicar o lo que estimemos que es un error del pueblo de los EEUU, no necesariamente tiene que constituir, para la gran nación americana, lo que la perjudique, vaya en contra de sus propios intereses o pudiera ser perjudicial para sus propios ciudadanos. Este afán, que algunos tenemos, de entrar a juzgar en casa ajena, en ocasiones no es más que una manera de evadirnos de nuestras propias responsabilidades, cuando de lo que deberíamos ocuparnos, ante todo, sería de solventar nuestros propios problemas que, a la vista de lo que está sucediendo en la política española, debería ser la principal causa de zozobra y pesadumbre.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la impresión de que, aquello de “zapatero a tus zapatos” (y no se entienda como una referencia a nuestro ex presidente) sería la mejor forma de enfocar el tema de las elecciones americanas. Mejor sería centrarnos en el nuevo gobierno del señor Rajoy, de los que van a ocupar los distintos ministerios y de las posibilidades de que, este gobierno minoritario, pueda tener éxito ante una oposición parlamentaria que no va a permitirle llevar a cabo ninguno de sus proyectos. Como dicen los británicos: wait and see. DIARIO Bahía de Cádiz