Mientras el mundo de la ciencia tecnológica se afana y desvela en buscar la aplicación, para poder controlar todo desde el móvil, y de este modo convertir nuestros hogares en fríos espacios, donde el diálogo apenas existirá, frente a un absurdo ensimismamiento de robóticas sin corazón, dispuestos a servirnos siempre, o sea a endiosarnos, y sobre todo a no dejarnos pensar. A veces nos cuesta creer que abandonemos el pensamiento, tan imprescindible para la convivencia, y tan necesario para retomar conciencia de la justicia, en un mundo cada día más devaluado de talentos por falta de oportunidades. Cada ser humano, por si mismo, precisa realizar sus propias etapas de la vida. Sólo así se puede templar el alma y descubrir que, todos los momentos vividos, son ineludibles para poder crecer como persona. Cada edad, aparte de tener su mística contemplativa, tiene también su pulso y su pausa, es decir, su específico desarrollo. No se pueden saltar ciclos, como tampoco se puede abandonar la palabra, pues es lo más importante de todo lo que tenemos los seres humanos. Por desgracia, en este afán existencial por correr; a los niños no les dejamos ser niños; a los jóvenes no les permitimos que se equivoquen; y, a los que han entrado en el atardecer ya de sus vidas, apenas les escuchamos.
En el arte de la palabra, en nuestra concreta literatura de sueños y andares, se requiere un encuentro de generaciones que nos impulsen a injertar en el aire los más níveos pensamientos, las más etéreas hazañas, los más sublimes deseos. Quizás, hoy más que nunca, necesitemos comprender y que nos comprendan. Tiene poco sentido, por consiguiente, hablar de progreso cuando tenemos millones de vidas humanas en desamparo permanente. Evidentemente, el trabajo infantil no es un juego de niños. Precisamente, ya que el doce de junio celebramos el Día Mundial contra el trabajo infantil y la explotación, deberíamos recapacitar sobre este problema que atañe a todos los países en su totalidad. No hay motivo para quitarle a un ser en crecimiento su infancia, o su juventud, o su ancianidad. Si la niñez es para jugar y estudiar, nunca para trabajar; la juventud si es para formarse y además, por su estado de ánimo, un tiempo propicio para encauzar lo que ha de ser su vida posterior, por eso es importante no cortar las alas, ya que la vida pasa y no vuelve. Los jóvenes son la fuerza viva de una sociedad, pero los ancianos robustecen esa pujanza con la memoria y la cátedra del camino recorrido, lo que se conoce como sabiduría popular. Al fin hay siempre que volver a ese diálogo entre generaciones, que ha de sustentarse y sostenerse, en sólidas leyes morales; si en verdad queremos facilitar la solución de los conflictos y favorecer así, la consideración de toda vida humana. No hay otra enseñanza mejor, fundamento de toda existencia: la de respetar para que te respeten; no en vano, el primer efecto del amor es inspirar un gran afecto, una gran estima por quien se ama.
No podemos convivir sin verbo, hasta el mismo corazón precisa conversar consigo mismo en torno al ser para ponerlo en camino. No hay otra manera de entenderse. Las diversas generaciones serán tanto más fecundas cuanto más propicien este espíritu de reverencia y consideración hacia el otro. Para desdicha, la humanidad suele avivar mucho más la cultura del desencuentro, en lugar de favorecer espacios de relación; porque todos, absolutamente todos, tenemos algo bueno que aportar. Por cierto, al inicio de este mes, el vicesecretario general de Naciones Unidas, Jan Eliasson, sostenía que los niños y los jóvenes son uno de los sectores de la población que más ha sufrido de manera masiva el extremismo en los últimos años. Es una crueldad palpable en esta era de la globalización. Hemos de comprender que la juventud, vulnerable siempre ante la tentación de los extremistas violentos que les ofrecen un salario, un sentido de pertenecer a algo y encima una promesa de gloria, tome decisiones equivocadas. Sin duda, deberíamos trabajar mucho más con los jóvenes. Hace falta generar oportunidades que les permita desarrollar sus potenciales. Sólo así serán capaces de rechazar los adoctrinamientos del odio y miedo, tan sembrados en la actualidad. Lo mismo sucede con la tremenda magnitud del maltrato de los octogenarios, definida como la acción única o repetida, o la falta de la respuesta apropiada, que ocurre dentro de cualquier relación donde exista una expectativa de confianza y la cual produzca daño o angustia a una persona anciana; un importante problema de salud pública y de la sociedad en su conjunto, que puede ser de varios tipos: físico, psicológico/emocional, sexual, financiero o simplemente reflejar un acto de negligencia intencional o por omisión.
En este encuentro entre las diversas generaciones cualquier idea, provenga de donde provenga, ha de ser estimada, y tras el análisis (debate) debe convertirse en acción. Todos somos gente en ejercicio, en faena, cada cual desde su posición y etapa en la vida. Pobre de aquella especie que no se inclina ante los niños o no escucha a los que peinan canas y coleccionan arrugas, sobre todo en un momento tan proclive tanto a la malicia como a la manipulación. El mañana exige hoy la tarea de reflexionar para poder rehabilitar el campo generacional. Que a nadie le falte el aprecio, la capacidad de donarse y recibir, permaneciendo abiertos a la autenticidad. Cuánto más bondad lleva uno consigo, tanto más difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros. Luego, si prioritario es construir un futuro con trabajo decente, resulta de igual forma imposible imaginar un mundo que no protege las diversas etapas por las que pasan los pensantes moradores de este planeta. Al fin y al cabo, como decía el inolvidable novelista y periodista estadounidense John Dos Passos (1896-1970): » La creación de una visión del mundo es el trabajo de una generación más que de una persona, pero cada uno de nosotros, para bien o para mal, añade su propio ladrillo». Desde luego, a más fragmentación entre generaciones será mayor también la paralización y, por ende, las sociedades estarán más divididas y serán más dificultosas de gobernar.
A mi juicio, en el momento presente existen generaciones de jóvenes que, tal vez por complejas razones y complicados fundamentos, viven de un modo más fuerte la necesidad de liberarse del legado de sus predecesores. No se habla de otra cosa, más que de tiempos nuevos, de políticas nuevas, de finanzas renovadas. Lo viejo parece no interesar. La ruptura se lleva hasta el extremo. A mí esto no me parece saludable socialmente. De la misma manera, cohabitan generaciones de ancianos que les cuesta acercarse a los jóvenes. Sin embargo, a ambos les une que los costes de suicidio más elevados se registran en personas de setenta años o más. No obstante, en algunos países, las tasas más altas se registran entre los jóvenes. En particular, el suicidio es la segunda causa de defunción en el grupo de edad, entre quince a veintinueve años, en todo el mundo. En cualquier caso, hemos de tomar conciencia de que aquello que no se habla o discute, nos empobrece. No se trata de independizarse de nada ni de nadie, estamos hechos para vivir unidos, para crecer hermanados y, de este modo, complementarnos. Venimos de un tronco y, es desde la complementariedad entre generaciones, cómo se puede avanzar. Seguramente la propia vida sea como una escalada por una cima; de niño las fuerzas son más cortas, de joven todo se puede, y de mayor la vista es más amplia y serena, lo que nos hace verlo todo de una manera más libre. Lástima que el tiempo se nos vaya de las manos y muchos aún no intenten ni restituir familia con los suyos. DIARIO Bahía de Cádiz