Cuando parte del Mediterráneo estaba bajo el inestable dominio de la República de Roma, la política era una extraña mezcla de violencia, intereses y engaños. No existía más regla que el tácito acuerdo de respeto del cuerpo de leyes que sostenía un sistema en el cual políticos y allegados podían ser chantajeados o asesinados públicamente. Los cuerpos de seguridad, al servicio de determinadas personalidades, no eran garantía en absoluto del buen funcionamiento del sistema, y, al no existir partidos como tal, el eje de poder se equilibraba en torno a facciones que, como buenamente podían, resistían los embates de la oratoria corrupta y las redes clientelares.
En todo este engranaje, peligrosamente parecido a todos los sistemas que le han sucedido, existía determinado fenómeno a mi parecer infravalorado: los lictores. Al no haber, como tal, partidos establecidos y reglamentados, estos lictores hacían las veces de demostración de poderío. Personas de confianza del candidato que se exhibían públicamente junto a él, que hacían propaganda bajo sueldo o sencillamente por parentesco —cosa nada menospreciable habida cuenta de lo ancha que puede resultar una familia—, o sujetos en cargos con cierta relevancia —desde miembro del funcionariado a tendero del mercado— que favorecían uno u otro resultado.
Es de suponer que, siendo así, todos convengamos en mostrar cierta repulsa por este tipo de procedimientos, máxime cuando todos conocemos igualmente casos, a nuestro alrededor, idénticos. No en vano Ana Botella se vanagloriaba del derecho romano, sin comprenderlo.
Y, sin embargo, mi opinión es que son tiempo propicios para el empoderamiento de los lictores, para, de manera definitiva, mostrar en toda su potencia la capacidad de convicción/persuasión de la política sobre el ciudadano de a pie. Porque un lictor no es más que esto: una pose, puro interés. Pero alguien nos dijo que el puro interés es malo.
No todos los intereses son tan sucios como el dinero, aunque éste sea el más demandado. Los grandes pilares del sistema, no ya sólo los partidos políticos, están literalmente comprados, privatizados, y su plantilla laboral puesta bajo la espada del maldito Damocles. ¿Cómo creen, por ejemplo, que el PSOE ha ganado tantas elecciones en Andalucía, si no es por la inmensa cantidad de propietarios agrarios que han sido “apadrinados”? O, ¿cómo es que Ciudadanos ha ganado en los cinturones obreros de Barcelona, si no es por lo beneficioso que esto resulta para los empresarios contratistas?
Sin embargo, existen intereses que se contraponen abiertamente al negocio sucio sustentado por lictores a sueldo: una casa, un chucho, la paz del campo, las estrellas. Tranquilidad, vivir bien. No son valores que aparezcan abiertamente en los programas políticos, bien porque no interesan o porque sencillamente algo tan difícil de lograr no se logra escribiéndolo. Sin embargo, es más importante que la política vulgar de partido, la política de esclavos.
Cuando los esclavos hacen propaganda de su señor feudal, los campesinos y las hilanderas deben ser los lictores de lo que no está escrito. Deben marchar al campo, a la fábrica o, en nuestros días, a los talleres, oficinas y aulas, proclamando que los únicos cargos de confianza permitidos en las instituciones son ellos mismos, y deben aparecer en el mercado y los bares junto a quien preside el movimiento, esto es, su parentela, su familia.
Es torpe y sucio que las candidaturas políticas se hagan rodear de empresarios y políticos, para demostrar, perdóneseme la expresión, quién la tiene más grande. Son lictores a sueldo, no son gente de confianza y por tanto no confío en ellos.
Politiké viene de polis, ciudad. Es la ciudadanía la que debe acompañar a las candidaturas políticas: madres y padres, hijos e hijas, pescaderos y carniceras, estudiantes, amos y amas de casa, amigos y amigas… más allá de que sean jueces, empresarios, representantes o deportistas. Es el individuo quien se compromete, no la fachada que tiene un precio. Y el programa y el partido que defienden debe ser aquel que enraíce con lo más conservador: la familia, el trabajo y la memoria; y con lo más rupturista: escuelas, hospitales y una jubilación. Dignidad, al fin y al cabo, que debe estar presente en quien nosotros/as depositemos nuestra confianza, más allá de un buen perfil, un buen currículum y una buena oratoria.
Debe ser alguien como nosotros/as, de quien nos orgullezcamos de hablar en nuestro puesto de trabajo, porque le conocemos, porque somos iguales, y no porque nos convenza. Es el momento de enorgullecernos de ser lictores, y no dejarles tan bella dedicación a quienes se guían por intereses personales. ¿Qué hay más noble que dejar nuestro nombre junto a nuestras ideas, y no olvidarnos de perseguirlas?
Creo que ser lictor es la forma más respetable de poner el arte político al servicio de nuestras vidas. DIARIO Bahía de Cádiz