¡Y pensar que hay quienes ni siquiera plantean su vida ni se preocupan de programar como emplearán el oro de su vida!
El tiempo es oro. Pero no debe interpretarse esta tópica frase de manera vulgar, ni tan burdamente como que el tiempo solamente representa ganancias económicas, como que el tiempo sólo es dinero.
Precisamente la sentencia antigua no aducía al oro metal, sino al oro del sol, fuente sagrada de riqueza y de vida. Y efectivamente ¿qué es la vida sino tiempo? El tiempo es la sustancia misma de existir. Somos un rayo de sol viajero que huye hacia el ocaso. Caminamos y transcurrimos en el tiempo, y cuando él se detiene nos acabamos nosotros. Somos eso: tiempo.
Y quien pierde su tiempo, está perdiendo su vida. El despilfarro del tiempo es un suicidio y un sacrilegio. La hora o el espacio vacío que jamás volverá. Será una pérdida cuantiosa como un lapso de muerte. Será una magnífica perla que rodó hacía el abismo y dejará para siempre incompleto el rosario de la existencia.
Los que no sienten el valor del tiempo, ignoran lo que vale su propio ser. Conviene distribuir cada hora y que cada una sea equivalente a una pequeña obra de arte. Hay que vivir el día de hoy como si fuera el último día de nuestra vida. Hay que echarle horas a la vida y no vida a las horas.
Se dice que Fra Angélico, el maravilloso pintor florentino, no se atrevía a pintar el cielo sino de rodillas. También cuando por las noches o por las mañanas distribuimos nuestro tiempo, deberíamos hacerlo de rodillas porque se trata de un oficio sagrado. Valemos tanto como valen las cosas en las que empleamos nuestro tiempo.
Por eso, no hay que malgastarlo en cualquier cosa, sino en algo digno como el arte, la ciencia, las buenas obras, etcétera. Es verdad que tenemos que trabajar y ocuparnos de los menesteres materiales; hay que ganar dinero para el sustento y el vivir de cada día. De modo que creemos que no queda ni un momento libre que dedicar a consagrar las actividades del espíritu.
Sin embargo, no es menos cierto que si nos propusiéramos cultivar esas tareas, tendríamos que ajustar los otros quehaceres materiales para dejar tiempo suficiente a estas ocupaciones más importantes ¡Sí mucho más importantes! ¿O no lo es el espíritu?
Estamos empeñados en persuadirnos a nosotros mismos de que las cosas materiales que hacemos son indispensables, necesarias, y que no podríamos dejarlas sin que se derrumbe el mundo. Tal vez sea así porque las necesidades del cuerpo hay que satisfacerlas, pero ¿Y las del alma? ¿Qué tiempo le dedicamos a ella? ¡No hay derecho a protegerla!
El tiempo debe repartirse convenientemente y en ese reparto, que le toque buena parte al espíritu, so pena de arrastrar una vida muy trabajada, pero infecunda y vacía. DIARIO Bahía de Cádiz