Curioso destino el del pueblo que, en tiempos problemáticos, lucha por ser considerado delincuente y no un simple infractor. Dichosos los ojos que contemplan este revés de la Historia pues de ellos nunca más será el Cielo.
Existen tres escalas básicas de ruptura con la convivencia: la infracción, el delito y el crimen. A cada cual corresponde mayor pecado, y por ello más grave castigo. Sin embargo, las paradojas de esta nuestra época en la que no sabemos qué queremos —porque no sabemos qué es lo que queremos querer—, dan lugar a situaciones tan horripilantes como la sucedida esta misma semana, un holocausto ético-racional que escapa a los límites que me dictaron repetidamente cuando daba Educación para la Ciudadanía, del fracaso LOE, y por tanto de consecuencias tan devastadoras para nuestra generación que prácticamente ningún medio de comunicación ha querido poner del relieve que le corresponde.
La Ley Mordaza tiene un componente fundamental que es tremendamente significativo para con las transformaciones sociales —perjudiciales— que culminan con la crisis de 2008, y que entronca directamente con la forma de percibirse que tiene uno mismo en esta sociedad, de una subversión en el sistema de valores. La Ley Mordaza sitúa su objetivo principal, no en la represión física —esto es, cárcel— y criminalización del hecho en sí, sino en su normalización, en su regularización. La Mordaza impuesta por el gobierno no es un pañuelo con cloroformo: es un billete.
El sistema de privatización, no de los servicios sociales sino de nuestra entera existencia, pública y privada, ha comenzado también a afectar al hecho mismo de actuar: han privatizado nuestro movimiento, hasta el punto de restringir el grito, el alzamiento de manos o el encadenamiento de los cuerpos. ¿Y por qué privatización y no represión, si es lo que tradicionalmente hemos considerado y lo que todos entendemos en la figura clásica del policía?
Porque hemos dejado de ser delincuentes. Curiosa circunstancia. La desobediencia civil, en su aspecto más general, era en delito en tanto que rompía radicalmente con ese contrato social-liberal en el cual todos somos sujetos libres a los que se les presupone cierta sumisión al contexto. No obstante, vivimos en una sociedad fuertemente monetarizada, donde hay más casos de suicidio por quiebra financiera que por soledad. El mecanismo que nos rodea es automático: si fueras un delincuente tendrías que ser juzgado, en orden a ese mismo principio liberal por el cual todos somos iguales ante la ley; en cambio, una infracción depende unilateralmente de la consideración del agente del orden, capacitado para reñirte paternalmente: no has roto la paz social, pero te has portado mal, mal.
Una vez que el agente de policía guarde tu identidad en su centralita estás automáticamente inmerso en el proceso de pago. Literalmente, debes pagar con tu bolsillo el privilegio de quejarte, cosa que antes se pagaba con la cárcel; lo cual, aparte de más duro, claro, también era más digno políticamente hablando.
No existe lugar para el disenso ni para el juicio racional: el sistema es automático, es imparable, es perfecto. Y una vez comprobado que no tienes ni cantidad ni medios para solventar esa deuda con el aparato fiscal del Estado, entonces pasarás a ser considerado delincuente: pero no por haber actuado, sino por ser insolvente. Es algo bien distinto que a la larga va a provocar transformaciones bastante preocupantes en lo que concierne a nuestro sentido de la justicia, de la equidad y del justo castigo. Es la época propicia para reivindicar la delincuencia. DIARIO Bahía de Cádiz Pablo Alías