Hay una desesperación que nos envuelve, hasta el punto de que todo pensamiento de belleza y verdad, se disuelve en el vacío, en la incomunicación y en al más absurda insolidaridad. Esta sociedad que parece saberlo todo, ha dejado de respetarse y se mueve en la necedad permanente. Todo ello, es fruto de una atmósfera contranatural, generada por endiosados tipos egoístas, que lo que menos les importa es hacer humanidad y reconstruirla en pro del bien colectivo. Son más destructores que constructores, más demonios que ángeles, más voraces que generosos. Precisamente, se me ocurre hacer estas reflexiones, coincidiendo con el día (24 de octubre), que marca el aniversario de la entrada en vigor en 1945 de la Carta de las Naciones Unidas. Entiendo que hoy es más necesario que nunca activar el pensamiento libre y enmendar nuevos propósitos esperanzadores, sobre todo para salir de este enfermizo caos de terror y discriminación humana en el que fenecemos al unísono un poco cada día. Debiéramos despertar y convocarnos a la unidad, escuchándonos mejor todos, nutriéndonos de sueños que nos permitan imaginar otro mundo más hermanado, ante la pobreza de esta dura realidad. Es cierto que, como tribu, ya hemos sufrido reveses deplorables. Debiéramos haber aprendido la lección, puesto que todos somos dependientes de todos; no obstante, considero que ha llegado el momento de infundir ánimos para convivir mejor.
Efectivamente, no es tiempo de lamentos, sino de abrir nuevos caminos más asistenciales con la persona. Lo importante, no es que la economía vaya bien, sino que vaya mejor la ciudadanía en su conjunto, y que todo ser humano pueda actuar en pie de igualdad con sus análogos. Hay que reconocer que, en su tiempo, la fundación de las Naciones Unidas constituyó un enfático deber con la población del mundo de poner fin a tantos atropellos con la convivencia y la dignidad humana. Dicho esto, pienso en otro mañana más de todos y de nadie en particular, más armónico con la propia existencia, convencido de que el futuro es de quienes creen en la gallardía de sus ilusiones. Por desgracia, nos queda mucho camino por aprender. Todavía no nos reconocemos como humanidad. A veces me pregunto: ¿Qué es lo que queremos cambiar si aún no nos conocemos como familia?. Téngase en cuenta que, cada cual busca para sí en lugar de buscar para los demás, obviando algo tan básico e innato, como que somos lo que somos, por nuestra capacidad de servicio a nuestros semejantes. Recordemos que siempre las hazañas más grandes han sido las propiciadas por humildes personas que se entregaron a desvivirse por los demás, hasta deshacerse en el entusiasmo de auxiliar donándose plenamente. Esta es la razón de vida. No tengo duda de ello. Hoy, millones de personas dependen de ese personal con corazón, para su supervivencia. ¿Dónde está el progreso para esas personas que conviven con las más altas cotas de miseria?. Sería bueno pensar colectivamente en dejar de despreciarnos unos a otros, sabiendo que un mundo conectado, exige también un mundo fraternizado; y, por tanto, también un mundo menos soberbio y más justo.
A mi juicio, el gran inconveniente de este siglo es un problema de actitudes; puesto que hemos generado un modo de vida que es puro cinismo, ignorando el grito de justicia que imploran multitud de seres humanos, con la consabida irresponsabilidad hacia las obligaciones más congénitas de la propia especie. ¿Es lícito huir de esta triste realidad? ¿Debemos resignarnos? Naturalmente, todo tiene un origen. Por consiguiente, hemos de ir al fondo de la cuestión, que no es otro, que un vocabulario diferente que pueda ayudarnos al encuentro de culturas, con músicas más auténticas y cultos más abiertos a un horizonte común. Todo ha de partir más del alma, más de nuestro interior para poder pensar de otra manera. Hasta ahora nos hemos convertido en un producto más de mercado, y por ello y para ello, hemos sido adoctrinados. También los centros del saber nos han deformado el espíritu humano con sus interesados lenguajes. Ciertamente, no es fácil romper con estos cultivos deshumanizadores, pero a poco que nos hallemos bien próximos, el aislamiento será menor al amparo de un estado de derecho compartido. En consecuencia, es hora de despojarnos de miedos para aproximarnos más. Mal que nos pese, las contrariedades mundiales requieren soluciones universales. La universalidad ha de ser nuestra visión, también nuestro modo de ver y de sentir; y, en este sentido, cada uno ha de tomar conciencia del deber de donación y ha de aplicarse en ello para hacer un mundo más habitable. Al fin y al cabo, todos somos coparticipes de nuestra historia en común. Por eso, está muy bien y es, tan justo como preciso, que personas de todas las nacionalidades se alcen en defender sus derechos humanos y libertades.
No olvidemos que el vínculo cardinal que tenemos en común es que todos estamos obligados a vivir en este planeta, respirando el mismo aire e inhalando idénticos sueños. Además de que todos tengamos fecha de caducidad y un porvenir que donamos a nuestros descendientes. Nadie se lleva nada consigo, pero si deja su huella, de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente con los suyos, que somos todos, lo que hace difícil su eliminación. Con razón hemos elevado esta continuidad sistémica y diversa, a la categoría de patrimonio común que nos enraíza, ahora nos resta cumplir con el imperativo ético indisociable del respeto y consideración hacia todo ser vivo. Tantas veces hemos desvirtuado los mensajes que, la humanidad en su totalidad, ha de ser capaz de humanizar la mundialización del linaje. A mi manera de ver, esta es otra de las asignaturas pendientes, la de humanizarnos. Creo que la perspectiva de la humanidad, no está tanto en el progreso del saber, como en el avance comprensivo de entendernos y ayudarnos a subsistir unos a otros. Digiero que esta es la clave. Quien no comprende una triste mirada de un ser pensante, tampoco alcanzará a vislumbrar la gravedad de la situación, por muchas explicaciones que le den. Justamente, la desavenencia, más que la imposibilidad de advertir, es la imposibilidad de sentir.
Lo decía Jean Jacques Rousseau, «si la razón hace la hombre, el sentimiento lo conduce». En cualquier caso, jamás hemos hablado de solidaridad tanto como ahora, ¿pero sentimos el sufrimiento del que sufre como algo propio?. Hay una estrechez de miras, o si quieren cierto egoísmo, que nos impide considerar el problema como tal. Por otra parte, el sufriente va a odiar a quien le hace sentir su propia penuria. Lo mismo se puede hablar de las políticas erradas o de las decisiones económicas injustas, en el fondo lo que se percibe es una falta de orden ético entre los propios moradores. Habría que superar esta sentimentalidad de rivalidades culturales, con el objetivo prioritario de una vida más humana para todos los humanos. Se trata, no sólo de caminar unidos, sino también de trabajar por el bien de todos en un espíritu de cooperación y armonía, de consenso y esperanza. ¿Es posible esto? No sé si lo es, lo que sí sé es que es un deber moral, que nos obliga a apreciar nuestras raíces y a pensar que no es con una imagen como se levanta a una persona, sino con un sentimiento de anhelo troncal. Sin genealogía, cualquier ciudadano por muy del mundo que se considere, tiembla de frío. Personalmente, no puedo pensar en ninguna necesidad tan fuerte como la necesidad de la protección de tu misma gente, o sea, de tu idéntica estirpe. En su totalidad, somos la patria de lo armónico. Seremos, pues, lo que la familia humana custodie, abrigue y resguarde. Reconozcámonos en ella. DIARIO Bahía de Cádiz