Mi Mari cayó en el baño, saeteada por la tapa de la cisterna de un inodoro. Dicen que su torero es depresivo y por eso le muleteó la cara a golpes bien sentidos. Tenía poco más de cincuenta y ya vestía como matrona. Calzaba nieta y gafas en las fotos que exponen los de la prensa. La vida parecía estática y plena de sonrisas, pero el pastor alemán que ahora es cedido a uno de los yernos, sabía bien que si no era un día, sería otro.
Había una denuncia previa, pero antes de llegar a juicio, se había quitado.
Porque era depresivo y violento, no hay más que ver la presunción que nos deja estampillando los sesos de su mujer entre el lavabo, el bidet y la tapa de la cisterna, destrozada con ellos. Llamó a un amigo, éste fue con su mujer, porque “había hecho algo muy grave”. Dicen que a ella, aún no se le ha quitado la tembladera.
Y si que era grave, lo que había hecho el susodicho, tanto como lo de Ortega, que saldrá en lo que canta un gallo. El también saldrá, eso si ingresa, que como pretexta depresión y lo mismo se tomó algo, sale en dos telediarios, a la misma casa y la misma calle y encima echa unas lagrimillas diciendo que “la Mari era mucha Mari”. Ella, en cambio, no volverá a ponerse las gafas de metal, ni a coger en brazos a la nieta, ni a llorar a solas por tener que aguantar porque la criaron para eso.
Las muletas son malas y más los celos y el miedo, la brutalidad y el odio, que se dejan ver, no en presunciones, sino en salvajadas a las seis de la mañana.
A la Mari se le cerró el telón porque nadie dijo nada, nadie vio nada y ella misma no fue capaz de hacer maleta y salirse a 50 metros, que es a donde fueron a buscar a una de sus hijas para decirle que su padre había matado a su madre.
Le tuvo que dar vergüenza a la Mari decir que su vida era un calvario. Le tuvo que dar mucho miedo, muchas inseguridades y dudas, que ahora se disuelven como su cuerpo, insertándose como sardina enlutada en la caja metalica del Anatómico.
Ya la Mari no lleva sus gafas metálicas, ni su sonrisa. Ya no espera que la vida cambie y que no le regalen palizas. Ya no espera justicia, porque la justicia sería que ella viviera para dejarle con su muleta, que se las apañara solo.
La tapa de la cisterna lleva la cuenta de los golpes que él le dio en la madrugada. El perro también, en aullidos. Porque ellos entienden lo que ha pasado.
Los demás no. Unos volveremos a nuestras vidas. Otro se conformará con caminar sin muleta, esclavizadora de Maris, las manos conjuntadas por unas esposas de las que no se librará con palizas. DIARIO Bahía de Cádiz