Somos una sociedad ruidosa a más no poder. El silencio, ese hilo sonoro que tanto nos inspira y cautiva, que suele rodear la vida silvestre, nos permite escuchar el susurro de tantos abecedarios que, en ocasiones, se nos pasan desapercibidos. Sin duda, es importante redescubrir este sigilo, que precisa toda alma, aunque sólo sea para orientarnos, para percibir la musicalidad de los diversos horizontes y caminos. Quizás tengamos mucho que aprender de la semántica de los vegetales, animales y otros organismos no domesticados; pero, que están ahí, complementando los ecosistemas en su armónico lenguaje. Por consiguiente, tan importante son los campos cultivados por la mano del hombre, como aquellos otros que pudieran parecer infecundos, pero que son esenciales para nuestro sustento del espíritu, que también es parte de nuestro existir. Me alegra, pues, que la Asamblea General de las Naciones Unidas haya proclamado el día 3 de marzo, día de la aprobación de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), como Día Mundial de la Vida Silvestre; puesto que lo primordial ha de ser desvivirnos por lo que somos, naturaleza viva sobre todo lo demás.
El ser humano no puede destruir aquello de lo que forma parte. En esto todos somos necesarios e imprescindibles; todas las especies que conforman el hábitat, merecen su respeto y consideración, para poder coexistir en armonía. No olvidemos que lo armónico es lo que nos sacia por dentro. Así como la vida no es aceptable a no ser que el cuerpo y el espíritu convivan en buena concordia, tampoco nuestra existencia sin este equilibro natural va a poder saciarse de quietud. Los unos nos alzaremos contra los otros sin clemencia alguna, porque la discordia todo lo destruye, hasta los más poderosos imperios. De todos es conocido, la multitud de delitos contra nuestro patrimonio natural, contra nuestro propio espacio silvestre, del que somos parte y todo, lo que viene acarreando profundas consecuencias ambientales, económicas y sociales. Nos lo recordaba Naciones Unidas, en boca de su Secretario General, en 2015: «el comercio ilegal de fauna y flora silvestres se ha convertido en una sofisticada forma de delincuencia transnacional, comparable a otros perniciosos ejemplos como la trata de seres humanos y el tráfico de drogas, artículos falsificados y petróleo». Deberíamos recapacitar sobre ello para poder aquietar la labor de tantos gobiernos corruptos o deficientes, o de las mismas redes de delincuencia organizada y grupos armados, que nos están dejando sin espacio para el reposo ante tantas servidumbres inhumanas.
Indudablemente, el patrimonio natural forma parte de nuestro espíritu. Sólo hay que dejarse interpelar por la naturaleza de la que somos pieza fundamental, pero si tenemos en cuenta que el futuro de la humanidad pasa por la familia como tal; no podemos obviar que si degradamos los ecosistemas, también nos estamos devaluando como personas nosotros mismos. En consecuencia, veo como un signo de esperanza que los esfuerzos mundiales, en parte avivados por Naciones Unidas, por proteger nuestro patrimonio natural estén cobrando fuerza. Al respecto, nos llena de gozo que se pongan metas específicas para poner fin a la caza o pesca furtiva por ejemplo. O que se acuerde limitar el tráfico ilícito de fauna y flora silvestres. Estas elocuentes hazañas nos recuerdan que nuestro patrimonio natural no se puede dilapidar, no somos dueños, tenemos que legarlo para las generaciones futuras, y hemos de conservarlo del mejor modo posible, respetando todas las estirpes de seres vivos para que la cadena existencial no se extinga. Todos dependemos de todos, hasta las mismas plantas dependen de polinizadores específicos dentro de esta biodiversidad planetaria. Personalmente, estimo que hacemos bien poco ante las irrespetuosas realidades del saqueo de la vida silvestre, donde lo que importa es el dios dinero, en lugar de esta hermana madre tierra, como la llamaba San Francisco de Asís.
Cuando se pierde el respeto resulta imposible imaginar porvenir alguno. Yo soy también de los que piensan que este sistema ya no se aguanta. Tenemos que tener el coraje de cambiarlo, con inteligencia y voluntad, pero sin dejarnos corromper; con consideración y tenacidad, pero sin fanatismos; con pasión y entusiasmo, pero sin violencia. Nada se difumina porque sí, todo se reintegra con ánimo constructivo, sin resentimiento, con mucho amor y más compasión. Ciertamente, el futuro de la vida silvestre está en nuestro corazón. El mundo ha visto imágenes desgarradores de la matanza masiva de elefantes para obtener sus colmillos y nos hemos quedado indiferentes. La última noticia nos llegaba hace unos días, alertándonos sobre la muerte de un cetáceo manipulado por turistas. Se trata de un animal de la especie franciscana o delfín de plata, quien fue retirado del mar en la localidad balnearia de Santa Teresita por un grupo de visitantes que buscaba tocarlo y sacarse fotos, según denunció una Fundación ecológica. La bestia murió por deshidratación para divertimento de algunos ciudadanos. De igual modo, otras especies se ven expuestas a una variedad de problemas diferentes, algunos derivados del cambio climático, otros de la sobreexplotación o el tráfico ilícito. Es hora, por tanto, de la acción para resolver las consecuencias de esta falta de acatamiento con el patrimonio natural, apostando por otro estilo de vida más cuidadoso con su medio ambiente.
Llegado a este punto, me viene a la memoria el modelo de San Francisco de Asís, al formular una reposada relación entre lo creado y la conversión de la persona a través de un cambio del corazón y, de esta manera, instar a crear conciencia en favor de los reinos de vida que nos acompañan. Si la protección a los bosques y la agricultura es vital para la seguridad alimentaria, también la defensa de nuestra propia área natural es trascendente para construir un futuro en el que el ser humano pueda vivir en hermandad con la naturaleza. A veces olvidamos que somos naturaleza, frente a este mundo frío donde lo virtual lo acapara todo. Téngase en cuenta, que el componente espiritual de esta silvestre vida, no sólo aparece en el arte rupestre o en las canciones tradicionales, son muchos los líderes religiosos que han hablado de ecología humana, estrechamente vinculada a la ecología medioambiental. Nadie me negará que estamos padeciendo un momento fuerte de crisis; lo vemos en nuestro propio ecosistema, pero sobre todo lo percibimos en el ser humano.
Hoy cualquier linaje, incluso el mismo ser pensante, apenas es noticia si vive en la pobreza, o si una noche de invierno se muere de frío por falta de techo y ropa, en cambio es una tragedia si el mundo del poder o de las finanzas se devalúa. Importa más la depreciación de don dinero que el valor de una persona, pues lo mismo sucede con este mundo silvestre, se ha desvalorizado tanto que no importa descartarlo de nuestras vidas. Torpe necedad, luego sucede lo que sucede: Que no tenemos paz. Porque lo antinatural, aparte de oprimirnos y dejarnos sin libertad, nos ciega y nos deja sin aliento. Lo decía Octavio Paz, «defender a la naturaleza es defender a los hombres», lo refrendo yo hoy, y lo suscribirán los ciudadanos del mañana. Por eso, produce un inmenso dolor pensar que nuestro patrimonio natural se achique, a pesar de lo mucho que nos dice con sus aspavientos. Sería saludable que el género humano pusiese oído, atendiese y entendiese sus gestos; máxime cuando éste, lo domina todo menos a sí mismo. DIARIO Bahía de Cádiz