En la decrepitud, a las personas, a la gente como colectivo de personas, e incluso a las ciudades, les pasa como a las bicicletas, que de no utilizarse se oxidan. Es lógico y pura física, ¿o es química? -da lo mismo-, lo importante es que a ciertas edades, cuando el fin esta más próximo que el principio, las articulaciones crujen, se resienten, y les cuesta trabajo coger movimiento. A mí mismo, levantarme de la cama cada mañana, incluso después de unos instantes en la misma posición, no me es nada fácil, incluso duelen rodillas, espalda y tobillos. A mis neuronas -y creo que a las de todos-, les pasa lo mismo, después de una temporada sin ejercitarlas patinan de puro oxidadas, y van y se bloquean.
Pueblos y ciudades, tal que bailan, aunque en estas, la mano del hombre ayuda y potencia su oxidación. Luego ya esta el moho, el verdín ese de sitios sombríos y poco utilizados o utilizables, oscuros sin luz ni sol, o en su caso, de mucha humedad. La combinación de sombras, moho y oxido es una mezcla peligrosa y explosiva.
‘Unsuponé’, que se dice por aquí, Cádiz la muy noble, antigua y leal ciudad. Menos mal que el levante nos visita con frecuencia y nos seca. Luz y sol hay, así que el moho, al menos en sentido físico, esta bastante desterrado. Cosa diferente es si nos referimos a esos hongos más espirituales, ese moho viejuno y envejecedor intelectual -y no, no me refiero a la insigne autoridad munícipe de la cultura-, a esos no los seca ni el viento.
Sobre el óxido gaditano, como tal no ha existido, no porque aquí haya un microclima especial o algo así que lo imposibilite, sino porque los gaditanos, gente inteligente, se cuidaron muy mucho a lo largo de su historia de utilizar para edificios, mobiliario urbano y adornos, materiales que en contacto con el oxígeno se deterioren fácilmente.
Pero luego llegó Teófila y su Teofilato, empeñada, como todo mediocre, en pasar a la historia con sus obras. En muchas culturas, las divinidades se hacían enterrar con sus joyas, ofrendas… En otras, son “sus cosas” las que las divinidades se empeñan en que nos quedemos el resto de los mortales para su mayor gloria y recuerdo, y este es el caso.
Nos ha llenado la ciudad de bustos de diferentes proporciones y aciertos estéticos; creo que más de alguna persona, en esas noches locas de vuelta a casa con pedal lo agradecerá. Siempre se puede establecer un diálogo productivo con ellos -los bustos-, sobre si el Cádiz va subir, si el recorrido del paso hay que hacerlo por acá o por allí, o si hay que conceder una distinción a PepeBlas. Mejor hablar con la cabeza de Matí o Rubén Darío que sólo.
Otra manía es la de los ornamentos’ oxidables, esto ya no tiene explicación, a no ser que sea para que nos acordemos de ella tras su reinado, de ella, de de sus muertos y ascendentes cuando haya que optar entre mantenerlos o desmontarlos, una pasta: eso sí que va ser una herencia recibida. Hay una corriente de opinión ciudadana que relaciona estas ansias oxidantes con la forma de conseguir el color de su pelo, ya patentado como color ‘rubio teo’.
A veces sueño, y me veo como uno de los jinetes en las últimas escenas de ‘El planeta de los simios’, cuando el prota, su novia, y los monos científicos se adentran en la zona prohibida y detrás de una loma, al lado de la playa, descubren la estatua de la libertad caída. Pero en mi sueño veo una garra oxidada del pajarraco de la constitución. Me levanto sudando y pienso, de nuevo en Cádiz, nunca salí de la ciudad. DIARIO Bahia de Cádiz