Queridos lectores, tras el paréntesis de las Navidades y de los Reyes, os saludo al encontrarnos de nuevo en este recién comenzado año, deseando que os llegue lleno de salud y buenos augurios para vuestras vidas y las de todos vuestros seres más queridos.
Cada vez que comienza un año, se suele hacer buenos propósitos para cambiar o evitar aquello que nos afecta negativamente, cambiando el proceder de cada día; buscando otras alternativas más amables y eficaces en cualquiera de los sentidos en los que nos lo propongamos.
Pero para que esto suceda, resulta necesario establecer un orden como consecuencia de una realidad tan evidente, que nos lleva a la conclusión de admitir, que nada funciona bien si no está sometido a un orden. Porque en el desorden todo se deteriora y se echa a perder. Nada prospera si no se fijan normas, conductas, horarios, reglamentos, etcéteras.
Tampoco prosperaría el núcleo más importante de una familia en la sociedad que no se ajustase a ciertas normas. El orden en definitiva es el que organiza y el que crea, ya sea en el núcleo familiar como en los sectores públicos y privados de la sociedad y en cuántas actividades se deseen desarrollar.
Asimismo es una condición que se diría -imprescindible- para que cualquiera de nuestros actos se efectúen con normalidad, facilidad y eficacia. Incluso para que lleguen más lejos de lo deseado; programando nuestra propia vida de manera regulada. Es decir dentro de un orden. Y el orden implica reglas.
Del término -orden- se deriva la palabra ordenar o lo que es lo mismo, mandar. Alguien debe poner orden en nuestras vidas ordenando, es decir: mandando. Y si uno quiere que las cosas funcionen bien; acatará de buen grado ese orden tomándolo como -regla- porque sabe que las reglas son las recetas de los éxitos.
El orden es una disciplina que consiste en un conjunto de reglas que obedecemos para que las cosas salgan bien. La disciplina no lesiona en absoluto nuestra libertad. Pues si deseamos que lo que hacemos libremente resulte lo mejor posible. Tendremos que aceptar las reglas; exactamente igual que para llegar a un lugar determinado, tomamos una carretera que nos conduce a él y esto no mengua en absoluto nuestro libre albedrío decisorio.
La disciplina por tanto, requiere una autoridad que vele por el cumplimiento de las reglas y use sanciones en el caso de que alguien las viole; porque sea un obtuso que quiera un fin distinto al establecido. O que rechace los medios lícitos para lograrlo. Por eso, hay que desprenderse de la idea por la cual se obedece a una persona o a otra creyéndonos que nos -sometemos a ella- ¡No es verdad!
No es a una persona a la que uno se subordina. ¡No!. A quien uno se subordina es exclusivamente a la razón. Y es la obediencia la que nos hace mostrarnos ante los demás como seres maduros y racionales. No se obedece a un hombre convertido en un agente de tráfico, sino a la razón que representa. Y quien no obedece a estas pautas puede convertirse sin duda en un ser irracional.
La palabra disciplina pronunciada en estos tiempos, suena a arcaísmo, a una costumbre feroz del pasado, de la que por fortuna ya se libero el mundo.
Pero quienes piensan así son personas superficiales, tibias, que no han reflexionado, sin entender que la disciplina no es un reglamento hecho con el propósito o con el fin de molestarnos, de sojuzgarnos ni de coartar la libertad de nadie; inventado por alguien enfermo de autoritarismo y de ansia de dominio, sino de una necesidad de proyección de las personas, de la vida, de los organismos y en suma del conjunto de toda la sociedad.
La leyes, los reglamentos, las disposiciones -nos gusten o no- son las formas que tiene el orden para organizar las instituciones y hasta nuestras propias vidas para que subsistan exitosamente.
Y ceñirse a esta disciplina es dar muestras no sólo de ser inteligente, sino de ser libre. Como decía Sócrates: sólo es libre el que es esclavo de la libertad. DIARIO Bahía de Cádiz