Desde mi más tierna infancia conocía a aquel entrañable y vetusto hospital. Hospital que antes fue Convento de los frailes Franciscanos, construido durante el reinado de Carlos, III. Y que con motivo de la Guerra de la Independencia acabo convertido en dicho hospital.
Y fueron dos las causas puntuales que motivaron mi conocimiento y mis vivencias en él. Una; el servicio militar de mi padre que lo realizó allí. Y otra; su posterior trabajo, que alternaba como educador en su Academia de Enseñanza Primaria, como la de administrativo en el Cuerpo de la Maestranza que más tarde se transformó en Funcionariado Civil de la Administración Militar con destino en la Jefatura de Sanidad de dicho Hospital.
Entre un motivo y otro, permaneció en dicho hospital 42 largos años que fueron los que transcurrieron entre los años 33 y el 75. Fecha en la que falleció hospitalizado en él, a la edad de 62 años. Es decir, antes de su jubilación. Por tanto, queda evidenciado que toda su vida la pasó en el citado hospital y aparte de la enseñanza, no conoció otros empleos más gratificantes que los que ejerció con dedicación absoluta; convencido de los mismos.
Y como la vida resulta a veces paradójica; yo también realicé mi servicio militar en el mismo hospital, supongo que con las diferencias que marcan los años, aunque a decir verdad, los míos a pesar del tiempo que nos separanban, no difirieron demasiado de los suyos en cuanto a sus relaciones humanas, profesionales y a sus estructuras interiores, pero sí en las externas en la que se adoptaron algunas modificaciones que seguidamente trataré de reseñar.
El edificio del primitivo hospital era un rectángulo que se dividía en dos partes unidas; una de tres plantas perfectamente definido y otra de una, que ocupaba el fondo de la parte izquierda de la plaza de San Carlos, hoy Paseo del Capitán Conforto, según se iba. Y a su derecha justamente pegado a él, el Panteón de Marinos Ilustres y la Escuela de Suboficiales. Y enfrente separado por los jardines de dicha plaza, el Cuartel de la Infantería de Marina. El edificio en sí mismo se aislaba por medio de una calle que lo separaba de la manzana de casas anteriores donde se encontraba la tienda de Las Delicias. Y no -Las Delicias del Pasaje- que era otra que quedaba precisamente a la derecha del paseíllo nada más traspasadas las puertas giratorias de la Estación del Ferrocarril. La citada tienda fue propiedad de la familia Urrejola, que más tarde adquirieron la Mallorquina.
Dicho esto, con el fin de evitar confusiones y volviendo al hospital. Debo continuar diciendo que la parte posterior, lateral y paralela a la fachada principal, daba a una carretera donde en la orilla opuesta se encontraba el campo de deportes de La Pista, escenario entre otros del equipo de fútbol de Los Diablos, que después fue el C.D. San Fernando y ahora San Fernando, C.D. Y por ese mismo lateral, el hospital también tenía una puerta trasera situada frente a una huerta colindante con dicho campo, de la cual, se ocupaba las monjitas de donde obtenían sus frutos: verduras, huevos, etc.
En la época de mi padre, la puerta de acceso principal del hospital se retranqueaba al final del ángulo recto que hacía con el Panteón y la Escuela; formando un callejón con dos puerta inferiores a cada lado de dicha puerta, que conducían a la Farmacia desde el exterior y a la Capilla respectivamente, aunque Farmacia y Capilla también se comunicaban interiormente con el hospital. Así, que dependiendo de la que se utilizara; era evidente que una servía para curar el cuerpo y la otra el alma.
Y durante mi servicio militar, por razones obvias asistí a la clausura de esa puerta principal que pasó a otro lugar para facilitar la entrada a los vehículos hasta adentro del mismo, que hasta entonces resultaba una operación imposible.
No obstante, la citada puerta se emplazó prácticamente casi a la mitad del cuerpo de las ventanas de la Comunidad de las Monjas, situadas en la fachada principal de la planta baja, que era según los técnicos el lugar idóneo para abrir la fachada y colocar la citada puerta; porque llevaba directamente a los jardines interiores que disponía el hospital y así se establecía un corredor amplio, permitiendo por fin, el pretendido uso del paso de vehículos hasta su interior sobre todo el de ‘las ambulancias’.
Y al mismo tiempo en el lateral derecho del mencionado corredor se encontraba por este orden: el cuarto de socorro, el pasillo de acceso interior que conducía peatonalmente a las oficinas y a otras dependencias; continuando con el despacho y el aposento del médico de guardia.
Y en el otro lateral, la portería que incorporaba una pequeña centralita telefónica donde hacía guardia cada cinco día desde las ocho de la noche a la ocho de la mañana. Y tras la portería, el acceso a la Comunidad de las religiosas. También poseía un patio interior acristalado de forma cuadrangular con la figura de una imagen religiosa en el centro de la imagen del Corazón de Jesús.
A dicho patio se llegaba por el pasillo de entrada del corredor descrito y quedaba frente a la antigua puerta de acceso y a su alrededor se distribuían las oficinas y dos flancos de escaleras; una a la derecha y otra a la izquierda. Ambas conducían a las clínicas de los médicos, al quirófano y a las salas de los enfermos. La de la izquierda disponía de un ascensor que llegaba hasta el laboratorio.
Y siguiendo con las instalaciones de la planta baja, también se encontraban en ella, el comedor de los enfermos y la cocina. Finalizando antes de la reforma con una puerta túnel (la misma como ya se ha comentado, que fue utilizada para facilitar la penetración de vehículos, especialmente de las ambulancias, la cual, quedaba justamente frente a la que se construyó), que por otra parte, conectaba con los citados jardines en cuyo espacio existía además, la lavandería, los talleres de oficios y mantenimiento, un cuartelillo para la dotación de los marineros y un pabellón dedicado a los enfermos infecciosos. ¡Ah! y la puerta trasera que daba acceso a la citada huerta traspasando la carretera señalada también anteriormente. Hoy pienso lo que significaba, trasladar a un enfermo recién operado del quirófano tapado con gruesas mantas, cruzando dicho patio-jardín para instalarse en aquel Pabellón, pero afortunadamente nunca pasó ningún accidente grave, que se sepa.
De tal manera, que todas estas circunstancias buenas y menos buenos y mis propias vivencias personales y directas, junto a las indirectas de mi padre, me marcaron de unas sensaciones más agradables y satisfactorias que las que se podía imaginar tratándose de un hospital; porque para mí no fue un hospital cualquiera, sino un hospital, singular, entrañable y familiar que exploraba y recorría felizmente, descubriendo todos sus vericuetos y entresijos, que fueron tan copiosos y abundantes como alegres y divertidos.
Por otra parte, la cantidad de atenciones y de servicios que me dispensaron posteriormente tanto a mí, a mi esposa, y a mis hijas cada vez que lo necesité como el trato, la consideración y la distinción que recibió mi padre no sólo en el desempeño de sus funciones, sino cuando enfermó. Y también las que le dedicaron a mi madre -once días debatiéndose en la uci- hasta su fallecimiento. Situaciones todas que fueron tan encomiables como justas de manifestarlo como así lo hago aquí y ahora, aunque a grandes rasgos, dado que para ampliar más datos y detalles, me faltaría espacio.
Y como otra anécdota, en esta ocasión dolorosa y a la vez agradecida, coincidió que el jefe de la unidad de cuidados intensivos, resultó ser Gonzalo Infantes, que había sido alumno mío; circunstancia que gracias a su generosidad, aun arriesgando su cometido, me permitió verla fuera del rigor establecido en las visitas. Amén de otras vivencias extra sanitarias y propias del servicio militar (la mili): guardias de telefonista, llamadas, ayudas y acompañamientos a las monjas de guardia a las salas de los enfermos y a los médicos en el cuarto de socorro, misas, pascuas, comuniones de enfermos, desayunos (por cierto, las monjitas hacían unas tortitas exquisitas), procesiones, leyes penales y un largo etcétera de recuerdos gratificantes e imborrables.
Debo decir que durante los 24 meses que duró mi ‘mili’ excepto los tres meses de Cuartel, en las citadas guardias nocturnas, no solo pude comprobar las innumerables asistencias de urgencias que se produjeron mayoritariamente y con diferencias entre la población civil con respecto a la militar: heridas, accidentes de tráficos, intoxicaciones, quemaduras, caídas, fracturas, cólicos, etcétera. Sino que pese a la precariedad de la escasez de medios en aquella época, la suplía con creces, la profesionalidad, la dedicación y el cariño de aquellos facultativos.
Ni tampoco puedo soslayar los nombres de hombres y de mujeres, pero sobre todo de -buenas personas- tanto en lo profesional como en lo humano, tales como: las monjas; hijas de la caridad de San Vicente de Paul que, entre otras y más conocidas para mi, fueron: Sor Petra, Sor Concepción, Sor Carmen, Sor Teresa, Sor Luisa, Sor Socorro y con perdón, Sor Veneno, fatídica expresión que se le atribuía a aquella monja (cuyo nombre de pila no recuerdo) cuando en realidad ocultaba un fondo más humano, tierno y cariñoso a su manera, claro. Y qué en honor a la verdad, pude comprobar que mantenía un carácter áspero; camuflado dentro de un cuerpo que parecía de erizo, pero en realidad alojaba escondido en él, un gran corazón de pollo.
Y por otra parte, aquellos distinguidos médicos y facultativos, tales como: Julio Cañada, Pedro Luís Sicre, José Benavente, Gonzalo Velasco, Ruiz Lara, José Aranda, José Luís de Cózar, Jaime Guerrero, Pérez Pujazón, José Herrero, los hermanos Montesinos; Julio y Conrado (este último fue el primer director del nuevo hospital inaugurado el 13 de Junio de 1981), Pedro Melero, Juan Roquete, Antonio Campo, Diego de la Cruz, Francisco Mora, Díaz Carneiro, Mariano Grau, Manuel Macías. Juan Bohórquez, Rafael Benvenuti, Juan Muñoz, Juan García Cubillana (que después fue el cuarto Director del nuevo hospital tras Conrado Montesinos, Díaz Carneiro y Mariano Grau.
Y tuve la suerte dentro de un desgraciado y aparatoso accidente de tráfico que no provoqué y que por la providencia de Dios nos salvamos: mi esposa, mi hija Nuria la más pequeña de mis tres hijas y yo (afortunadamente las mayores, Marina y Myriam no venían) del cual fuimos atendidos diligente y convenientemente de las lesiones que en realidad no revistieron una mayor gravedad ante la magnitud de dicho accidente (el coche fue declarado siniestro total), siendo a la sazón su director, Juan García Cubillana, que nos atendió personalmente, permaneciendo mi hija bajo su vigilancia 72 horas con motivo del fuerte golpe recibido en la cabeza, afortunadamente sin consecuencias.
Tampoco puedo olvidarme del farmacéutico José Roldán y de otros buenos y entregados facultativos de felices recuerdos como -Antonio Romero- Casimiro Castro, Juan Serrano, José Castro, García Peña, Ernesto Fernández, Eugenio Sierra, Salvador García (Boro), José Caballero, José Ramírez, Juan Ibáñez, Manuel Oliver y una mujer matrona, Anita Mariscal. Así como los célebres y sempiternos médicos de guardias: los hermanos Aguinaga; José y Francisco.
Y los administrativos: José Prieto padre, Antonio Garnárez, Francisco Oliva -Antonio Bravo- José María de la Cruz y Antonio Prieto hijo. Y como no, también el personal auxiliar y de oficios, encarnados en las personas entre otras de Giner, Modesto Mella y Pablo De Diego, ejerciendo entonces de mozos, aunque sus funciones sobrepasaban las de tal oficio. O la de otro conocido y polivalente mozo, Paquito Lagarda, simultaneando la cocina y la lavandería.
Y la figura adusta pero eficiente de -El Chico- un servicial herrero que hacía de todo cuanto se le solicitaba fuese de carácter oficial o no. Un verdadero y eficiente todo terreno en los servicios de mantenimientos de aquel hospital tan particular. Como también el ‘Barbate’ -Paco Malia- un curtido chofer de maestranza, conductor de la ambulancia. ¡Ah! y el ‘Sevilla’, simpático peluquero, fotógrafo y gran catador del llamado líquido amarillo que se suele almacenar en barriles y botellas.
O el célebre Sanjorge, solterón, de oficio zapatero, que tenía una dificultad motriz en una de sus piernas (era cojo y usaba bastón) a modo de muleta que además de sostenerlo para asegurarse el equilibrio, le servía para disimular su estabilidad porque al igual que el Sevilla, le gustaba demasiado degustar aquel líquido, que otro Giner (cartero y cantinero) le suministraba atendiendo a su petición que por cierto eran bastantes copiosas y fluidas.
El citado Sanjorge, tenía la suerte que vivía en el mismo hospital y la distancia que le separaba de la cartería y a la vez cantina del cuarto en donde dormía, suponía un tramo relativamente corto.
Tampoco puedo olvidar a las limpiadoras, María y Josefa Mota. Ni a Bernal y a Castiñeira, hombres serios, educados y respetuosos, que ofrecían información y seguridad en la portería. Y en general a tantos otros que no puedo recordar con exactitud. ¡Qué tiempos!
Pero antes de finalizar, quiero advertir que el hecho de citar nombres basados exclusivamente en la memoria, supone el riesgo de no incluir a todos los que estuvieron allí destinados durante el periodo de mi obligada estancia; anticipando mis disculpas en este sentido, porque con toda seguridad habré excluido sin intensión, a algunos de ellos.
Así como la inseguridad de no poder mencionar a otros muchos de los que sucedieron a ese gran ramillete de buenos profesionales en todos los sectores y actividades, debido a los años de mi desconexión total con el hospital por razones obvias después del fallecimiento de mi padre.
Finalmente, decir que lo expuesto aquí, obedece solamente a una narración doméstica, que aunque extensa se me antoja breve por lo mucho que omito y, que no va más allá de unos sentimientos puramente nostálgicos, aunque eso sí, llenos de cariñosos recuerdos y de muchos afectos y romanticismo como de interesantes relaciones humanas, de las que aprendí y me sirvieron en mi formación posterior más adulta.
Pero no por eso, puedo terminar sin dedicarle un merecido tributo a aquel ‘viejo hospital’ a pesar de sus carencias por la cantidad de buenos servicios que prestó no sólo al estamento militar, sino también a la población civil. Y del que sólo queda como recuerdo el vestigio de un monumento a su puerta. Ni tampoco sin poner el acento en el futuro del Nuevo Hospital qué, equivocadamente o no, se construyó con los mejores deseos e intenciones. Y que hoy necesita una solución racional sin especulaciones y adecuada para una ciudad de una población de cien mil habitantes aproximadamente o tal vez más, que bien merece y pide a voces ¡un hospital! Ojalá que las negociaciones prosperen con resultados positivos y satisfactorios, y se materialicen de verdad, porque los ciudadanos así lo consideran y así lo demandan. Y que el nombre del que fuera Hospital Militar de San Carlos (con Naval o sin Naval) perdure para el reconocimiento de las generaciones pasadas y para el servicio de las actuales y venideras. DIARIO Bahía de Cádiz