La noche que murió “la Sombra” hacía una brisa de Poniente que costeaba el Puerta del Mar, silenciosa y queda. No nos podíamos creer lo que acababa de ocurrir, sobre todo porque el día anterior me había asegurado su doctora que tenía compañero para años. Se molestó levemente por mi sentimentalismo de echarme a llorar en un arrebato de impotencia, pero yo solo quería que me asegurase lo que no había Notario que pudiera certificar.
Era una noche perfecta, sin frío ni calor que solapar los huesos. Mi padre sentenció la desgracia en dos palabras casi sin mover los labios. Pero no tenía la culpa la noche, ni el Poniente, ni la doctora y menos que nadie él, que quería vivir para ver a sus hijos hacerse grandes.
Cuando pierdes lo que más quieres el dolor te asola, se te mete bajo las uñas de los dedos y escarba hasta lo más profundo dejándote laxo, cojo, tuerto y ciego.
Ya no eres más tú sino que te transmutas como insecto, metiéndote en un capullo que tejes con tristeza, desilusiones, desencantos e impotencia. Hundes los pies en un pozo negro, profundo y sin fondo, del que nadie te puede sacar más que tú mismo, porque nunca un “lo siento” se sintió menos o significó tan poco. Puede que estés rodeado de muchos pero ninguno te llena, ninguno significa nada, ni nadie te sana, porque hay una caja con tules que esconde un muerto que solo es tuyo y solo a ti te duele en el alma.
Te dirán frases para recordar cómo “que seas fuerte” cuando estás hecha pedazos, “que sigas adelante” cuando no sabes bien qué camino tomar o “que tienes que hacerlo por tus hijos” cuando tus hijos son lo único que te mantiene a flote.
Frases que se deslizarán por tus pestañas, se escurrirán de tus dedos e irán a parar a las cenizas olvidadas en el carril donde cremaron a tu marido.
Sin darte cuenta te has convertido en alguien que no come, que no vive, que no duerme porque eras alguien que comías en compañía, vivías en compañía y dormías en la compañía de ronquidos combinados con abrazos de madrugada y robo de edredones en los rigores del invierno. Te niegas a creer que se acabaron las confidencias de compañeros, las riñas de amigos, los rubores de amantes y los besos y las bromas y el deseo escondidos en una piel que era más tuya que suya.
Nunca pensante en que se fuera él y por eso precisamente, cuando el dolor te dejó poder respirar sin ahogarte en llanto o los ojos dejaron de manar para secarse como pasas maduras, te cabreaste con él que no tenía culpa de nada, más que dejarte pensar que jamás te abandonaría, ni moriría, ni lo perderías.
Del dolor pasas a la desesperanza y de ésta al cabreo más absoluto. Podrías llegar a ser la perra más cruel del mundo porque duele tanto que agota y escarnece. Ves a las parejas que van juntas sin mirarse y las odias, porque no les ha tocado a ellos que no saben lo importante que es sonreírse y mirarse a los ojos a todas horas. Te envenenas con ellos que son abuelos, que tienen crines blanqueadas que nunca lucirá él, porque te lo arrebataron con cincuenta sin que pudiera ver a sus hijos menores siquiera terminar primaria.
Babeas por los rincones, gritas sin abrir la boca y haces imaginarias infinitas, noche tras noche, recordando aquella en que murió él en que el Poniente estaba tan suave que parecía manto de Reina perfumando aceras y convidando de brisa las marquesinas de las paradas de autobuses.
Dicen que estás mejor porque pasa el tiempo, pero sabes que no porque los pies los tienes negros y las uñas avinagradas y rotas de intentar agarrarte al filo del pozo del infierno. Lo dicen porque los tristes somos imperfectos en un mundo que consume sonrisas “Profiden” y se sacia solo con la hipocresía y los mentirosos. Lo piensan porque no saben lo que es querer ni echar de menos unas yemas de unos dedos, una mirada y un aliento y los muchos -infinitos- besos.
No lo saben, ni lo sienten.. ¡¡¡pobres de ellos!!! DIARIO Bahía de Cádiz