De no ser, porque mis padres me contaron que mi primer año de vida lo pasé en la calle Hércules, podría decir que siempre he sido viñero. He tenido la suerte de criarme en ese barrio que es un mundo dentro de un continente donde el ruido, el bullicio forman un caleidoscopio de alegría que acompaña a su gente por siempre. Desde niño he vivido con el ruido de los coches, del camión de la bombona, de la Huchi, sirenas de policía, los cupones de la ONCE y por supuesto, como no podía ser menos, con las benditas caballas Caleteras, pan y sustento de pescadores y manjar del gaditano.
Mentiría si dijera que esta esencia es única de mi entrañable barrio, otros lugares como el Mentidero y el Pópulo también tienen ese nexo común, aunque con ligeras diferencias. Y si franqueamos esa muralla, sin el Non Plus Ultra, que forman las Puertas de Tierra encontraremos otros sitios particulares como son Loreto y Puntales.
Pero no son esos sitios llenos de vida los que hoy me ocupan, quiero saltar la imaginaria frontera perceptible de la alegría, donde el himno del tres por cuatro despide a los hijos que se buscan el pan en otras tierras.
Hoy quiero hablar del Cádiz callado, de la placentera quietud de pasear por la Alameda, de los ecos de tiempos de oro que dejan su eco cerca de la Plaza de España, donde las torres miradores en su actual ceguera usan la imaginación para rememorar cuando llegaban los mercantes rebosantes de bienes.
Esas calles de Cádiz que se han estancado entre dos mundos: se han despedido del pasado, pero no se han abierto al futuro. Esas calles sin bullicio actual, donde me cuenta mi padre: aquí había un zapatero, un chicuco, una lechería, una carbonería… y hoy solo son dormitorios, viviendas y garajes. Calles de sosiego, donde si alzamos la vista podemos ver escudos de armas de antiguas fortunas, placas de navieros, consignatarios, notarios que sellaron contratos que se tragó el mar. Hoy solo quedan los susurros en el poniente.
Esos murmullos, que de vez en cuando el Atlántico nos trae cargado de olor a sal, donde marinos del pasado gritan a sus familiares desaparecidos hace siglos.
Calles que son parte de nuestra historia: la Plaza de la Oca, Adolfo de Castro, Buenos Aires, Fermín Salvochea… nombres con fuerza que se pierden en la vorágine trimilenaria, que apenas se desde las ventanillas de los coches que buscan dormir en sus garajes.
Ese Cádiz tan alejado del Carnaval, donde alguna con suerte captará el ruido de una manigueta y se derramará la cera caliente. Ese trozo de mi tierra sin caballas, sin bullicio, zonas tan cercanas y tan alejadas de la plaza de Mina, de la risa de los niños, de los pelotazos en paredes. Era una zona marinera, pero no de barquillas, eran bodegas cargadas de caoba, caña de azúcar, tabaco y café. Donde los ojos no se posaban en la plata de las mojarritas, los ojos miraban a la bahía buscando la plata de ultramar.
Ese Cádiz romántico, que a lo mejor también está esperando su oportunidad de ser descubierto. Cádiz, mundos dispares dentro de un sentimiento, con tesoros por mostrar, solo necesita que de verdad alguien crea en ella. DIARIO Bahía de Cádiz Manuel Santamaría Barrios