Hacía tiempo ya que un buen amigo -uno terrible, sin embargo- me recomendaba la lectura de Juan Goytisolo. Malo como soy para aceptar tales sugerencias fui postergando la invitación hasta el fallecimiento del autor del reto literario que es el Don Julián.
Y aquí me veo ahora, tan embrujado como perdido, cazando mariposas en una jaula para tiburones, fuera de Cádiz -una vez más y muy probablemente para siempre-, aplicando un pensamiento que sea una visión sobre la ciudad que siempre fue mi lugar de nacimiento y mi tortura -no subo a un bus de línea sin mis ansiolíticos-. Sea quizá por ello por lo que me siento tan cercano a la figura, esquiva y lúcida, tan viva en lo que muchos sabemos que son sus últimos años, la figura del maestro Sopranis.
Cádiz está condenada a la muerte por asfixia. Se escribían titulares no hace mucho acerca de un tsunami por llegar. No sabíamos -no queríamos saber porque el ejercicio es más bien cansado- que el tsunami ya había inundado las calles. Un plano cenital nos muestra la tragedia de un trazado urbano en el que sobre los adoquines fluyen torrentes de confusión ante un final siempre ilusoriamente próximo y que no es más que presente.
Siempre creí -ay, emplear este verbo en pasado, qué cabronada-, que la cultura, sí, la cultura, las artes, eran el camino, como esa semillita de papá en mamá, que germinaba individualmente, en favor de una colectividad que se enriquecía tras el proceso de las lluvias y las recogidas. La cultura. Eso creía. La cultura germina mal en Cádiz. Campo de batalla por extensión andaluza, batalla por la nada de la izquierda española (no olvidemos, la que se escondió cuando lo del desagradable y sus moros hambrientos de conejos españoles). Nada de pensamiento, muy poco de ideología, compromiso cero. Cuando se enfrenta la tibieza generalizada el discurso o se es chauvinista o -ay, pecado mortal del gaditano- derrotista.
La intelectualidad gaditana apesta. Y nada de ello tiene que ver con el conocido olor del abono, que tiene más de promesa que de escatológico. Apesta por lo accesorio de la actividad intelectual en favor del ego desmedido. El pensamiento más crítico e independiente no es más que el producto de una ambición mayor. Una ambición incomprensible por otro lado. Cuando se comprende, cuando se dan esos extraños casos, a uno se le escribe en las mientes cuanto pueden esconder de oscuro nombres como el de Juan José Téllez, tan amado él por todos, tan acomodadamente apalancado (¿Dónde?) para -con una prosa brillante y no menos elocuente- hacer periodismo de izquierdas.
A pesar de los casposos montieles que se resisten, los García-Máiquez de ridículo catolicismo, sí, de estos supervivientes al cambio -cobijados bajo el Fénix del descrédito-, ¿dónde dejar a Fernando Santiago, eco permanente, vocero de sí mismo con la voz de los demás, siniestro e insidioso como el vuelo de un mosquito en la oscuridad de la noche en un dormitorio? el surgimiento de otros nombres y otros alientos poco o nada sugieren que uno pueda tomar sin suspicacias.
El cambio en la cultura sólo ha servido para desplazar laureles. La ambición -una que servidor no termina de comprender- se mantiene. Léanse los nombres al alza -¿dónde estaban, por qué aparecen ahora? Los egos también son otros, los de los que saben que se ha izado la bandera a la que pueden soplar sin temor.
Salva al equipo de gobierno en el Ayuntamiento la aparente -sólo aparente- honestidad -lo mismo o más bien, ingenuidad-. Eso sí, en Dinamarca, es sabido, huele nada más que regular. Iniciativas hay y movimientos paralelos también hay, actividades como comisariadas políticamente desde algún lugar tan remoto como Madrid, de las que no resulta nada difícil percibir el sutil aroma de un horno en plena faena. Este medio mismo, en el que precisamente se hacen públicas estas palabras, ¿no es acaso sospechoso de lo que sea? A mí sí me lo parece. Cada vez más.
Ni Podemos ni nada puede salvar Cádiz. Olvídenlo, Cádiz ya tiene dueño. Es esa burguesía con casita en Roche de cuando tocó mamar y se mamó. La misma burguesía de afán aristocrático que abunda en las redacciones de Diario de Cádiz y La Voz (el quiero y no puedo -periodistas los llaman- de los que se codean con los que pueden y no quieren porque para qué); la misma burguesía que se ha vestido de progre en los últimos años para no hacer más que reconstruir barrios de tradición obrera en favor de la expulsión de los «gitanos». Mejoras: desplazados: gueto del Ríos San Pedro: el pueblo de los muertos, Puerto Real: La Isla de León: resistente por lo militar.
Elijan entre la infravivienda o la esclavitud; o entre la infravivienda y la fuga. Elijan Cádiz o vivir. No lo harán. Son felices así. La izquierda gaditana más reivindicativa gusta del pisito en Ciudad de Santander o en la Avenida o en el Paseo. No es realmente una izquierda de poso obrero; ésa izquierda combativa que se encarna, por decir, bajo la piel morena de una Teresa Rodríguez. Se intuyen no pocas intrigas en los píxeles del morado podemita que a duras penas se resiste a lo inevitable en una ciudad carca y entregada a la peor lectura de la palabra carnaval; la ciudad siempre bajo el palio; el sueño húmedo de un distópico Pemán.
Privada de toda iniciativa industrial, de espaldas a la ya irreversible incapacidad comercial por vía marítima, Cádiz ya no es de los gaditanos, si alguna vez lo fue: su orografía es tan insensiblemente neoliberal como la literatura que se exporta: por decir, La maniobra de la tortuga, de Benito Olmo, tan horrenda como vacía; estupenda representante de un momento literario que es de todo menos literario.
Pensará el lector que cuanto lee en estas líneas se distancia tanto de la crítica constructiva que el abajofirmante ha de ser un tipo atroz y cargado de odio. Nada que responder al respecto, lo mismo voy a asentir: cada vez soy una criatura más despreciable. Si acaso la invitación a contradecir con datos reales que lo dicho no responde a la realidad de la que yo afirmo no se puede esperar -mis disculpas- ninguna esperanza.
Quédese con su Cádiz, gaditano o gaditana. Su ciudad hace milenios que se hunde. Nadie le reprochará permanecer hasta la última ola, como la orquesta del Titánic. DIARIO Bahía de Cádiz Eduardo Flores