Justo abajo de donde vivo hay un bar, La Chaika. Es mi oficina y el rincón del planeta en el que me atrinchero mientras observo cuanto acontece, ya sea en la calle y sus vida-andantes, la prensa o lo que ofrecen las redes sociales.
Manué (o Lolo, según el día), el camarero, es un tío más bien afable. Le basta con ver mis andares antes de sentarme para saber si toca broma o no. Le basta con mirar el reloj para servir con seguridad café o espirituoso en copa caliente. También sabe que La Chaika es mi trinchera.
De tener la oportunidad me traería a Steven Pinker (si no saben de quién les hablo, no se resistan, Wikipedia) a La Chaika. La primera pregunta que le haría sería una muy sencilla, ¿realmente ves lo mismo que yo?
Pinker, cuyos argumentos son casi siempre incontestables, defiende nuestro mundo -el que hemos creado-, como el mejor de los mundos posibles. Ya sé, sería resumir en exceso. Y yo quisiera creerle. Pero cuesta un huevo. Para Pinker, el progreso, jalonado por la Ilustración, y apoyado en un costado del liberalismo económico que a mí me cuesta descubrir, nos convierte en herederos de una prosperidad que como poco me resulta cada vez más cuestionable.
Y la actualidad importa. Siempre. Sería un necio si no aplaudiese como hice la medida de dar puerto a un barco de refugiados cuyo fin no era otro que las tripas de Leviatán. El aplauso, sin embargo, era un gesto, uno que no eludía la sospecha. Un gesto no significa nada. También fue un gesto la decisión de acogida de este gobierno accidental cuya promesa en forma de gestos habría de ser recibida, si no con la sospecha de un prejuicioso como yo, sí con el escepticismo obligado de quienes ya llevan sobre el lomo, desde hace demasiado, la mentira que es la política en tiempos del neoliberalismo.
Por cierto, ¿por qué y de qué se refugian estos refugiados? Les voy a dar una pista a no pocos miserables columnistas de Diario de Cádiz: érase una vez un país, Siria, en el que… hace ya más de una década… y… érase una vez un país, Libia, en el que… (No me da el teclado para tantos puntos suspensivos.)
Como la actualidad importa, al tiempo de la celebración por la acogida del Aquarius, y allí mismo, en La Chaika, leía en prensa sobre la tragedia que es el estrecho cuando arriban a “nuestras” costas en las más inhumanas condiciones de navegación cientos de migrantes vapuleados por algo más severo que las olas. La urgente solidaridad con que se reciben cada año a los que escapan de un mundo peor no me colorean -al caso me sonríen la boca- las circunstancias que provocan el fenómeno: el freno que es Marruecos para el lanzamiento de pateras tiene un precio que España ha de pagar: las mafias que trafican con la esperanza de quienes anhelan un futuro mejor: la tragedia en origen que empuja al migrante a ponerse en manos de las mafias que lidian con la política de Marruecos que negocia con el gobierno de España.
La actualidad, que importa -y no sé si en ese preciso momento-, llevó a mi mesa a una señora obesa de cabello enmarañado por lo sucio y rostro marcado por algún tipo de enfermedad cutánea relacionada con la malnutrición, uniformada por la indigencia. Me pedía un cigarrito. Arrastraba un deteriorado carro de la compra más vacío que lleno, y más lleno de vacío que de cualquier otra pertenencia de valor. Pese a los gestos de desaprobación de Manué, el camarero, se lo di. Después el mismo Manué me increpó: “ésa siempre está iguá”.
La oficina que es La Chaika me permite algo más que la mera observación. Conservo cierta capacidad auditiva. Así que mientras observo también percibo conversaciones ajenas. Llama peculiarmente la atención de mis orejas aquellos comentarios de mis compañeros de oficina sobre la precariedad en la que se ven forzados a trabajar para llevar el pan a sus casas. Me sorprenden también -interrumpiendo en este caso la observación, y la digestión si corresponde- las opiniones ligeras del vida-andante común, por lo general poco documentado; ya saben, primero lo nuestro y tal, entre otras muchas lindezas que llevarían a cualquiera a meterse los dedos en el baño, como la indignación por sacar el cadáver cabrón de Franco de El Valle de los Caídos. Vagas opiniones lanzadas al vacío y seguidas, con la misma ligereza, de otras relacionadas con el curso del mundial de fútbol.
Steven Pinker es un psicólogo canadiense que hace filosofía en libros gruesos como tocones de secuoya; libros sobradamente documentados, buenos libros, diría yo; honestos, me atrevería a apuntar. Su empeño, parece ser, es invitarnos a reconocer un mundo que es mejor que el de otros tiempos. Y lo demuestra, coño, con una abrumadora abundancia de datos, muchos muchos datos, datos a cascoporro. Olvida, a mi juicio, el de un peatón con DNI y poco más, la perspectiva y la teoría especial de la relatividad de Einstein.
Y es por eso que me gustaría traerlo a La Chaika para presentarle a Manué, el camarero, convidarlo a un café y enseñarle, cómo no, las vistas desde mi oficina.
En cierto momento, tal vez, y allí mismo, le haría largar qué profundas reflexiones le suscitan el hecho de que el Comandante en Jefe del ejército más poderoso del mundo se llame Donald Trump y su decisión de retirarse del Consejo de Derechos Humanos de la ONU; sin mencionar siquiera lo de enjaular niños. De ahí, y sólo tal vez, como quien no quiere la cosa, trataría de llevar su mirada hacia el auge de las políticas fascistas como las de Matteo Salvini, ministro de Interior italiano, con las que pretende censar a la población gitana para una posterior expulsión de todos aquellos que sean “irregulares”.
Y así es como me gustaría poder charlar con Pinker, de tantas y tantas cosas, en La Chaika, mi oficina, desde donde observo el mundo. DIARIO Bahía de Cádiz