Realizaba yo hace unos días un cortés intercambió de pareceres políticos con un conocido del Facebook. Todo transcurría educadamente, limitándonos a disentir en la interpretación de las actitudes y palabras de un candidato a las europeas elecciones que se celebraron ayer.
Yo siempre he mantenido que las redes sociales son como la vida misma, ni más ni menos. El torpe es torpe, el brillante brilla y el que no sabe comportarse no lo hace en el universo informático, ni lo hará en su devenir diario.
Efectivamente, en la conversación a la que aludía se inmiscuyó una tercera persona, a la que nadie había invitado. Ni corta ni perezosa sentenció lapidariamente el tema dándole la razón, sin mácula de duda, a mi contertulio. Eso sí, además terminó su intervención dejando claro que había mucha gente que ni sabía lo que se votaba y andaba por ahí (en su ignorancia, supongo) creando polémicas estériles sobre machismo, cuando de lo que aquí se trataba era de política internacional.
Sin entrar a valorar el fondo del asunto, lo que sí reconocí -sin mácula de duda yo también- es esa hispánica soberbia que antes que nada trata de descalificar al contrario. No hay razones, no se esgrimen argumentos. Si estás en desacuerdo conmigo es tan sólo porque eres un ignorante. Ya está. Que sabrás tú. No te escucho cartucho, sólo me oigo yo que soy más listo.
Cada españolito/a que viene al mundo, además de guardarle Dios, trae un máster en geopolítica, finanzas y asuntos sociales. Debido a esta sabiduría intrínseca que nos viene de serie, pontificamos aquí y allá nuestra verdad como la más absoluta y claro, evidentemente, hacemos el más absoluto de los ridículos.
Los mediocres han creído que por llevar gobernando siglos aupados al poder por el ruido de sus sables, saben. El pueblo inculto e iletrado se equivoca y, como dicen en mi pueblo, y vuelta la burra al trigo. Menos mal que ellos saben lo que nos conviene, pandilla de perroflautas.
Y a mí que ya me cansa repetir una y otra vez que no somos pueblo que somos ciudadanos, que existe un artículo con el número 14 en nuestra Constitución (que es la primera que nos dura más allá de un par de años), que nuestra libertad acaba donde comienza la de los demás y que la base de todo esto es una persona, un voto. A mí, me entran unas ganas tremendas de hacerme anglosajona.
Imaginen votar en cada ocasión lo que creamos que al país le conviene y no «a los míos». Debatir plácida e inteligentemente, sin sacar la navaja o mirar al contrario con los ojos inyectados en sangre. Respetarnos y respetar el espacio compartido. Desapasionarnos, en una palabra.
Me cansa, es cierto, este “latin way of life” nuestro. Está muy bonito para las canciones, para la dieta mediterránea, sol y playa y cachondeo, pero lo de las pasiones desatadas ya aburre, harta.
Está empezando a parecerme casposa, infantil y desagradable esa vena nuestra a punto de reventar en cada cuello, ese morir por la causa aunque la causa sea anacrónica y sin sentido.
A mí no me duele este país Don Miguel, a mí me carga.