“Tuve un par de amigos que me querían mucho, creo que por eso mismo no elogiaban casi nunca mis cosas y tendían a criticarlas con una sacrificada severidad. No podía esperar bocas abiertas ni en uno ni en otro. Me señalaban todas las patinadas de pluma, todo lo inútil; veían en mí como un deber a corregir. Eso me obligó, por lealtad y agradecimiento, a cerrar las canillas mayores y dejar el chorrito de agua. Ponía la copa debajo y cada tantos días –y noches y noches dándole vueltas, limando sacando moviendo puteando-, empezaba a formarse algo que podía quedar.”
Cortázar, ‘El examen’
Durante más de un mes, por determinadas (y determinantes) circunstancias, he sido incapaz de escribir una línea. No me había ocurrido nunca.
Ese bloqueo terrorífico ante el papel en blanco del que tanto hablan los que más o menos se dedican a esto, es, en efecto, muy desagradable.
A esta frustración por querer, y no poder, o poder, y no querer, hay que sumarle los días de vida a borbotones, en los que los acontecimientos, a través de las horas, han subido y bajado como en una montaña rusa. Vivir. Era la hora de vivir, sin escribirlo, ni dejar constancia.
Me he dejado llevar por todo lo mundano. He asistido a fiestas infantiles con princesas. He cenado con amigos y gintonics. He intentado quedar con todo el mundo, y arreglar la despensa. Llamar a todo el mundo, y poner la ropa al día. Besar a todo el mundo, y terminar de releer “El Amante” de la Duras, y comenzar otra lectura nueva, entre comilona y comilona, haciendo oídos sordos a los consejos acerca de lo indigesta que puede llegar a ser tal ingente cantidad de grasienta felicidad.
Pasaba el tiempo sin encontrar historias tras los cristales del coche, en los paisajes que iba dejando atrás, cegada tal vez por la excesiva luminiscencia de la alegría que nos imponen en las calles, desde finales de noviembre hasta el siete de enero, donde parece que esa alegría ya no tiene sentido, y se ha de olvidar rápido para abrazar la rutina cuanto antes.
Mejor no opinar de nada. Lo admito. Es puro miedo. Terror a que me pongan verde, otra vez, aquellos que no piensan como yo, o a no saber defenderme a otro ataque contra mi integridad de papel. Mejor sin poemas, sin cuentos nuevos guardados en la carpeta de “Mis cosas”, que parpadea en el escritorio del portátil. Mejor el silencio. Mejor no mostrarse, no provocar, no atraer la atención sobre la debilidad, sobre lo que duele, o sobre lo que una se inventa acerca del dolor.
El dolor, o el miedo a que se presente, es una de las causas más comunes que llevan a cerrar “el gripo” y a guardar la pluma a buen recaudo.
Y justo en esa reflexión, una vida nueva, en medio de tiroteos contra la libertad, de expresión, de opinión, de credo, o de lo que sea. Y me refiero a las balas en general, en todas direcciones. La cordura no va armada, que yo sepa, nunca.
Aquí estoy de nuevo. Abriendo la llave de paso para intentar vivir y contarlo, compartir, por si a alguien le interesa, aprendiendo a esquivar el tedio, y convidando a alguna musa a tomar un cafelito. Feliz 2015. DIARIO Bahía de Cádiz