De pequeña me enseñaron que está muy feo afirmar que un alimento da asco (y peor aún cuando hay personas disfrutando devotamente de esa supuesta bazofia poco apetecible). Me enseñaron muchas cosas, quizás no todas buenas. La vida, la experiencia, la madurez, filtran el material saludable, desechando el resto.
La esencia de la educación que recibí está en saber estar, y no herir de forma gratuita. Y dirán ustedes que me enseñaron a ser un poco (o un mucho) hipócrita. Yo no lo soy en absoluto y quizás debería serlo más. Creo que es lo inteligente…
Por desgracia esta virtud no la absorbí, porque efectivamente no me la enseñaron.
Pero a lo que vamos: hoy día, la democratización (despiporre, mejor dicho) de la opinión en las redes sociales ha desembocado en un batiburrillo de improperios, insultos, sandeces, mamarrachadas y ataques personales que nada tienen que ver con el contenido de la información del tema sobre el que se opina.
A ver si me explico. Servidora de ustedes utiliza las redes sociales para compartir pensamientos, sí, de forma libre (como dicta el artículo 20 de la Constitución Española), procurando no atacar a nadie (de la obsesión enfermiza de aquellos que son los eternos aludidos por todo, hablaremos en otra ocasión). También comparto vídeos musicales, recomiendo libros, y hablo de mis gustos cinéfilos. Y oigan, no hay día en que no borre algunos comentarios que considero incorrectos de mi espacio personal.
En privado, algunos me llamaron censuradora. En público, también. Y es que la libertad de expresión es una goma elástica, por lo visto, que se estira y se estira, siempre al gusto del consumidor, y como más convenga. O sea, yo soy una censuradora, castradora, burguesa y “facha” por borrar insultos, o palabras malsonantes (o mal-leyentes) que considero fuera de tono. La libertad de expresión, y de opinión, en la red (y en la calle) es unidireccional, y responde a un “yoyeo” constante de ego sobredimensionado.
No es la primera vez que ciertos contactos entienden que doy pie para toda una retahíla de estupideces que no vienen a cuento, alegando ser libres para opinar lo que quieran.
¿Cómo se sentirían si al salir del cine muy satisfechos y entusiasmados, incluso felices, por la película que acaban de ver, al recomendarla a un amigo, éste les dijera que la película en cuestión es una mierda?
¿Es libertad de expresión expresar en público que lo que a alguien le apasiona, y acaba de compartir ES una mierda?
Personalmente considero estos exabruptos como una grave falta de educación y de respeto. Llámenme pija y boba y lo que quieran (bueno, lo que quieran no, que ya saben que voy por ahí censurando a diestro y siniestro).
Admitiría la misma opinión cambiándole solo un par de palabras. En lugar de la afirmación rotunda de que algo que a mí sí me gusta ES una mierda, preferiría el “a mí me parece una mierda”. Así, todos en paz, y nadie queda a la altura de una alpargata.
Estos matices son complicados de explicar y de entender, sobre todo cuando no hay actitud ni aptitud ni receptividad. Pero hay que intentarlo, en una sociedad donde recibimos, constantemente (prueben a poner Telecinco al mediodía y por la tarde, a ver qué se encuentran) bombardeos de chabacanismo, ordinariez, atentados contra la dignidad y la imagen, sobre todo en la gente joven.
La “libertad de expresión” no significa “te digo cabronazo porque soy libre para hacerlo, me ampara la Constitución, y tengo mis derechos”.
La “libertad de opinión” no es comentar esa horrible fotografía que ha colgado Fulanita en Facebook, en una terraza fashion en la que, a pesar de estar horripilante, tiene doscientos “fans” enamorados (o riéndose de ella, quién sabe), espetándole un: “Vaya petarda estás hecha. Y has engordado.” Pero no, esto tampoco es libertad de nada. Es cruel, aunque pueda tener su punto malévolo y divertido.
Tampoco lo es el opinar por opinar, de cualquier cosa, de cualquier modo, a cualquier precio. Para que se nos vea, para hacer ruido. Recuerdo un poema de Jorge Riechmann, de esos que te cambian la vida, acerca de que el número de veces en que aparece la partícula “yo” en un discurso es inversamente proporcional a la calidad del mismo. Y lo comparto plenamente, y más aún cuando afirma que no se trata de una norma de estilo, sino más bien de un principio moral. Así es.
Y es que todo tiene su tiempo de cocción, y las opiniones a veces están muy crudas, dentro de uno mismo como para pretender que los demás se las coman sin aliño ni anestesia. Mejor macerarlas, madurarlas, contrastar el conocimiento. Y si no es posible, el silencio es la decisión más sabia. Nunca compromete, ni suscita odios ni conflictos. Y siempre es mejor la paz, ¿no?
Al fin y al cabo, somos dueños de lo que no decimos, nuestro pensamiento vuela libre, pero somos víctimas y eternos esclavos de lo que expresamos impulsivamente, ya sea de forma oral, o por escrito.
No es fácil opinar sin dorar la píldora, siendo libres. Es un reto ser críticos sin exponer la vida. Es complicado tocar las narices con respeto, con buenos argumentos. Pero no es imposible. Requiere de entrenamiento, respeto, arte y elegancia.
Y por cierto, no soy opinadora de nada. Solo hablo de la vida, con vuestro permiso. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso