Se guardó la pistola del niño en el bolso y echó a andar camino del mercado. Se había tomado el anafranil pero no le había hecho efecto. Lo notaba en que llevaba la cuenta del número de gente con zapatos marrones que se había cruzado. Eran tres con el abuelo que solo tenía una pierna. A ese se lo cruzaba todos los días porque compraban la barra de pan en el mismo chino que hacía esquina con la calle Pelota.
Le mandaron el antidepresivo cuando la dejó Juan porque decía que estaba más loca que su madre, una viuda que hacía crucigramas mientras espiaba a los vecinos.
“Su madre no está loca”, le repetía su psicóloga cuando iba a su cita. Tampoco ella más que de amor no correspondido como las protagonistas de las telenovelas.
Juan siempre había sido un borrego a quien su madre le consentía todo. También se lo consintió ella para que no la dejara, pero al final no funcionó.
Por eso iba ahora enfundada en las mallas que compró en el mercadillo, con el bolso bien enganchado en la cadera y la pistola del niño apalabrada en el fondo.
No la sacó solo entrar, porque se tuvo que secar el sudor de la frente y la mano terminó mojada.
Pensó en positivo justo como le había dicho la psicóloga. Luego hundió la mano en el bolso con decisión de madre que ya estaba bien de comer de sobre. Había cinco baldosas desde la puerta hasta el mostrador donde estaba el Conserje, doce si se miraban en trasversal y 60 si se multiplicaban.
No le dio tiempo a hacerles la raíz cuadrada -ni a fraccionarlas- porque le preguntó a bocajarro…: “¿Qué va a ser?”, con acento peruano.
Sacó entonces la pistola y le apuntó entre los ojos almendrados, sin darse cuenta de que la peluca le hacía parecer una actriz porno de los ochenta.
Le tiró casi el dinero, en billetitos de a cinco, a diez y a veinte, sumando ella con ojo avizor poco más de trescientos pavos.
“Con esto tengo para un kilo de filetes, pagar la luz y el agua y llevarlo al cine, que ya tocaba”, se dijo para sí misma corriendo por patas, aprovechando que el peruano estaba muy asustado.
No supo mientras compraba los filetes -con la peluca ya embutida en una papelera medio rota en los aledaños del mercado- que el peruano no era buen fisonomista por lo que a los nacionales les dio recado de que era joven, alta y muy rubia.
Pasaron tres días, cinco anafraniles y 249 pavos gastados para que volviera. Como ella era, bajita y regordeta, de pelo castaño y mirada dubitativa.
-¿Quieres un cafelito, Conchi?- le preguntó el peruano antes de que le diera tiempo a contar que no habían cambiado ninguna loseta de la entrada. Negó con la cabeza porque estaba ya afanada en la última máquina, la que más chillaba llamándola.
Hasta que no le metió el último euro que le quedaba del atraco, no paró. Dándose cuenta entonces de que -ella y el niño- volverían a los sobres de sopa preparada.
-¿Está trucada, sabes Conchi?- sintió que le decía el peruano, cuando se iba cabizbaja. “Todo aquí está trucado menos tu mirada”, creyó escuchar al salir de los recreativos. Pero supuso que era el viento que jarreaba lluvia de Poniente. “Mal tiempo para recoger al niño del colegio” -se dijo mirando a un cielo apesadumbrado-, cuando en casa solo te espera una sopa aguada. Lo mismo tengo que volver a comprarme una peluca y arrear para el mercado con la pistola de juguete. Fue entonces cuando se cruzó con el abuelo que solo tenía una pierna. “23 zapatos marrones”, repitió cuando llegó a su casa, yéndose a la cocina para hervir agua. Hacía mucho que se había ido Juan, mucho que le faltaba su niño, pero aún hervía agua cuando regresaba.
Luego iría al colegio -al menos a verle de lejos- para tirarle besos con las manos, mientras su abuela se lo llevaba. DIARIO Bahía de Cádiz