Ya hemos sacado los adornos navideños en casa. En apenas unos días, comenzará el ritual: despertar de su letargo al abeto de plástico, e intentar recomponer sus ramas, un poco deformadas después de tanto tiempo en la caja, y colocar, una a una, las brillantes bolas y las guirnaldas doradas.
Él colocará las luces. Se da más maña (o yo así se lo hago creer, para no enredarme desenredando cables). Mientras, mi hija y yo preparamos los cacharritos del belén. Desde hace unos años, lo montamos en la entrada, sobre una mesa de playa forrada de tela roja. Intento que se parezca lo más posible a los nacimientos que mi padre construía para mí. Me fascinaba la forma en que colocaba las luces, detrás de una realistas montañas de papel marrón. No se veían las bombillas, solo los colores, parpadeando hipnóticamente. Las casitas de plástico que comprábamos, cubiertas de musgo, estaban abiertas por debajo, y por eso era posible introducirles bombillas mágicas e invisibles, que simulaban hogares encendidos en las tierras de Judea. El río, con papel de aluminio, rodeado de pequeñas piedrecitas y conchas de la playa. Los patos. Las gallinas. Las ovejas. Los pastores. El ángel. Y María, José y el bebé Jesús, protegido por una mula y un buey recostados. La estrella de oriente, plateada y colosal.
Confieso que compré dos reyes magos de cada y dos camellos para cada uno, también, (o sea, seis figuras). Los primeros, más pequeños, para colocarlos en perspectiva, como si aún estuvieran lejos, allá en las montañas. A medida que se va acercando el día seis de enero, los acercamos: guardamos las figuras pequeñas, y ponemos las de igual tamaño que las demás, para que dé el pego, cerquita del pesebre de corcho.
He sentido cierta desazón, al desenrollar el cielo de papel pintado, simulando un paisaje oriental, Belén (¿Siria?), que nada tiene que ver con lo que es Oriente, ahora. Es difícil mantener vivo un espíritu navideño digno de anuncio de Coca Cola, solo para que tu hija de cuatro de años sea igual de feliz que fuiste tú. Seguimos intentándolo. Y ella me ayuda. Coloca los pastores con mimo, esas representaciones de hombres y mujeres de aquella época, que lavan en el río, y cuidan su rebaño. Pone también en su sitio a los protagonistas de la escena, ese adelantado matrimonio que huye de un rey terrorista que mata niños porque sí. La historia, la leyenda, el mito. Y las noticias. Y es que todos estamos más inquietos, más asustados. Somos menos libres. También la figurita del Caganer me crea un dilema este año. Pero no faltará.
Me planteo si hago bien, transmitiendo lo que me enseñaron a mí, aparte de cuestiones de fe. Sufro. No sé, si es correcto representar en un diorama algo obsoleto (antiguo, seguro). No sé si estoy perjudicando a mi hija con estas pequeñas cosas, que a mí me hicieron tan feliz. ¿Y si esto es adoctrinar? Vaya lío. ¿Qué es adoctrinar? ¿Dónde no hay doctrina ninguna, sea de la índole que sea? ¿Qué hay que hacer?
De todas formas, con los pastores, ya convive Bob Esponja, y Optimus Prime que hace guardia junto al portal, por si a Herodes se le ocurre planear un atentado, y varios clics y pinypones, animan el cotarro. Este año, también visitarán al bebé Mesías, algunos minions y Elsa, la de Frozen.
Nos disponemos a abrir la puerta de casa a la Navidad, como siempre. Con el árbol, y Papá Noel, y los Reyes Magos, y las tortas de Nochebuena de mi madre, y villancicos de la Perla de Cádiz, y de Sinatra y de Boney M.
Como he dicho más arriba, estoy hecha un lío, y todo me asusta. Pero he optado quizás por lo más cobarde: apretar los puños, mirar un poco menos alrededor e integrar todo lo que nos ayude, todo lo que me permita ser feliz. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso