Pertenezco a esa subespecie de personas que pasan por delante sin tan siquiera mirar de reojo, así como ignorando su presencia, como si no me diera cuenta de que están ahí, omnipotentes en la mayor parte de las aceras de calles y avenidas, peatonales o de libre circulación. Están a todas horas, pero hay momentos en los que, no sé muy bien por que, cambian el cometido para el que fueron creados.
Luego hay gente, la gran mayoría creo yo, que a su altura miran de soslayo, como no queriendo mirar, pero que disparan una ráfaga fotográfica que recuperan apenas lo dejan atrás, y en un momento se recomponen la figura, se recolocan camisas, blusas y chaquetas, incluso se atusan el pelo coquetamente.
Descaradas personas, son minoría es verdad, que a su paso se detienen, se observan en un plano general o de detalle, es lo de menos. Estos, sin el más mínimo pudor, sin inquietarse de las múltiples miradas, se maquillan, se peinan, se suben pantalones o faldas, para una vez acabada la tarea, continuar el camino, a menor o mayor ritmo, dependiendo del tamaño de la ciudad; a mayor dimensión de ciudad, mayor es la velocidad de crucero a la que se circula por sus calles.
Algunas veces no se es consciente de que desde dentro nos observan, no solo maniquíes o muñecos, no solo televisiones o teléfonos móviles, a veces también están dependientes, clientes o cámaras de vigilancia que nos observan y siguen nuestros movimientos por la aceras desde los escaparates.
Reconozco que siempre fui, en mi paso por delante de los escaparates, de los de la mirada de soslayo, es más, como este paso no deja de ser un reflejo de como te ven los demás, yo metía tripa y espalda, levantaba cabeza y miraba hacia el frente -después de mirarme de reojo a mi mismo en el cristal-; había leído que así, aparte de parecer más alto, más delgado, más elegante, así, desfilaban los modelos que tan atractivos nos parecen.
Siempre, a mi paso por delante de los escaparates, actuaba de la misma manera, hasta hace un mes, justo un mes. Volvía a casa, ya entraba la noche, en la calle que recorro hasta mi casapuerta hay tres escaparates, al pasar el primero actué como siempre, ya se sabe, tripa, espalda, cabeza y mirada; pero no llegué a terminar el recorrido del escaparate, los últimos pasos no fueron reflejados, durante el recorrido delante del segundo no me vi en ningún momento, disminuí la marcha al situarme frente el tercero, incluso me detuve, miré atentamente, pero nada, mi reflejo no estaba, yo no estaba allí.
Desde aquel día yo creo que soy lo que llaman alguien transparente, traslúcido, vamos, que no se me ve. Al principio cuando pasaba delante de tiendas y establecimiento con escaparates buscaba a mi reflejo entre los maniquíes o productos expuestos; después de una semana lo asumí, era invisible, y así andamos, dando tumbos, sin que nadie se dé cuenta. DIARIO Bahía de Cádiz