Es justo lo que mi hija de cuatro años contesta a la salida del colegio un día cualquiera, cuando se le pregunta por sus preferencias a la hora de ir a almorzar, dormir la siesta o jugar. Aunque también quiera y necesite estar conmigo.
Al principio, sentía celos. Quería ser solo yo su mundo. Todo debía girar alrededor de mamá (y papá), pero pronto entendí que si de verdad su mundo solo éramos nosotros, tendríamos un gran problema, porque papá y mamá, no están apenas en casa entre semana. Abuela y abuelo, sí. Y ellos, para ayudarme a mí, han elegido que ella, sea su mundo, y no al revés. Y Helena se lo devuelve en cariño, en devoción y en sonrisas, aunque también regañen, y compartamos una educación a “ocho manos”.
Y ya no lo veo como un problema, sino como un regalo, un privilegio. Un honor.
Ya no pienso que nadie me quite mi sitio, ni me siento tan desgraciada cuando tengo que irme al instituto. Mi hija ha interiorizado que mamá trabaja fuera de casa, y que hay días que vuelve muy tarde, y otros, que ni siquiera ve a papá, si llegan turnos complicados. No es un trauma para ella, o eso quiero creer. Pero es una niña feliz.
La abuela, mi madre, decidió dejar su trabajo para criarme a mí. Y tampoco andaban boyantes hace treinta y siete años. Se quedaron solo conmigo, por circunstancias tristes que no vienen a cuenta, y todos sobrevivimos con un solo sueldo. Y me alimenté de verla a diario en casa, durante la comida. Crecí con sus amorosas meriendas, y su tiempo para mí. Mi madre nunca tenía que irse. Nunca tenía prisa por llegar a ningún lugar para hacer nada que fuera más importante que estar conmigo. Tenía asumido que mi padre trabajaba, pero nunca en fin de semana, y por las tardes (muchas tardes) me ayudaba con la tarea, y discutíamos por culpa de mi inutilidad en las matemáticas (benditos recuerdos). He sido una niña feliz.
Ahora, Helena está viviendo lo mismo, también en casa de mis padres.
Cuando yo decidí casarme, hipotecarme y tener hijos, todo me parecía más fácil. Teníamos la esperanza de que todo fuera cada vez mejor. Imagino que como todos los de mi quinta, engañados quizás por un sistema extraño, poco empático, poco humano.
No puedo quejarme (pero me quejo, es lícito). Tenemos trabajo. Sí. Pero demasiada presión. Y demasiada prisa, y demasiadas ansias, y muy poco tiempo para lo realmente importante.
Y en plena vorágine, los miro a ellos, a la abuela y al abuelo, y el tiempo se para, y es posible respirar. Qué haría sin ellos. Me salvan. Me aúpan. Me arropan cada noche, aunque me haya independizado y esté jugando a vivir mi vida, sin haber saboreado nada, todavía.
Imagino que son muchos los niños que, como mi hija, adoran a sus abuelos, porque se sienten salvados, aupados, bien alimentados con la lentitud nutritiva y el sosiego necesario para poder sobrevivir. Los niños de “con abuela y abuelo”, nos dan nuestro sitio a nosotros, loco papá y loca mamá, porque intuyen que luchamos, y que seguimos en el empeño de soñar su bienestar, de regalarles una vida plena, un futuro, un futuro, un futuro…
Y mientras, ellos viven el presente. A los cuatro años, no existe otra perspectiva, ni a los cinco, ni a los siete, ni a los dieciséis…
Helena disfruta del puchero de mi madre, y la siesta tranquila, y los juegos con mi padre, y la merienda con colacao. Todo lo va a vivir hoy mismo. Mientras sus padres echan horas, las que puedan, todo por poder cortar lastres, y construir una vida mejor, para mañana. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso