Nunca vi a mis monstruos. Solo los imaginaba. Pero el miedo era el mismo. Un miedo frágil, que se rompía si papá o mamá, venían a encender la lamparita de la mesilla de noche.
Nunca los vi, pero los conozco bien, y creo, que si mis monstruos, existieran ahora, serían ellos los aterrados, y no saldrían de debajo de la cama, de los armarios profundos, de las bañeras con cortinas gruesas, de esas que ocultan sombras, y la absoluta certeza de que detrás, hay una criatura infernal, paciente y silenciosa, muy quieta, esperando el momento idóneo para el susto.
Los monstruos para niños, son decentes, y saben cuándo y cómo asustar. No dejan un reguero de sangre a su paso, ni van sembrando traumas ni tristeza para siempre. Será porque respetan a sus humanos, porque nadie los entrena al servicio de dioses extraños, ni conocen las armas.
Y temen al mundo, porque saben que las criaturas infernales no se esconden tras las cortinas de la ducha, sino que están en plena calle, en los supermercados, en los colegios, en los trenes, las terrazas, las fiestas del pueblo. En cada paisaje reconocible, y esperan el momento para el terror absoluto.
En estos últimos tiempos, duele el aire de fuera, y el silencio plácido de la calle que lleva a casa, pues no están tan lejos esas otras calles turbulentas. Echamos de menos nuestros monstruos sencillos, abarcables, y frágiles, como el miedo infantil.
Cuando el miedo frágil se convierte en terror, ya no hay lamparitas de mesilla de noche que valgan. Nadie viene a arroparnos ni a disipar la oscuridad.
Ahora que todo parece sucumbir al desequilibrio colectivo absoluto, los frágiles somos nosotros. Pero no lo sabemos. Y a falta de monstruos, de los de antes, y a falta de reflexión, valores, y agallas, preferimos matar el tiempo y gastar la vida, cazando criaturas virtuales, para enriquecer a otros.
Nada nuevo hay bajo el sol. Y eso es lo terrible: ser inmunes, también a la perplejidad, incapaces de decidir, de pactar, de ceder, para detener el desastre. Quizás, la indolencia, o la cómoda ceguera.
Me pregunto cómo son los monstruos que viven en los ojos de Omran Daqneesh (sí, ese niño de cinco años que nos conmovió un rato, herido y en shock, sentadito solo en una ambulancia). No entiende de banderas, ni falsas ni ciertas. Solo palpa su herida, y guarda en su memoria la sangre sobre sus manos. Ojalá olvide. Quiero que sean sus monstruos como los míos. Quiero que su papá y su mamá enciendan lamparitas que disipen su horror.
No sé qué rostro tendrá su miedo, y si tiene de verdad esas respuestas que serían el espejo, donde comprobar nuestra existencia mezquina.
Tiene cinco años, y como él, muchos cientos, son la combustión de la alegría. Con ellos, arde la esperanza, y respiramos humo de muerte. Seremos, ceniza sobre el mundo. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso