Es pronto, no me lo digan. Pero no para apalabrarlas. Ya nos llegan wassap a los móviles preguntando si nos sumamos a la cena de Navidad, con un espontáneo, ¿carne o pescado? que nos recuerda las citas a ciegas de alguna discoteca de los ochenta. Si estás metido en algo que entrañe trato social, como un club, un gimnasio, una facultad o un grupo de amigos, te llegará una, si no, lo mismo estás de suerte o eres atípico.
Algunos progenitores, ya para estas fechas, hemos escrito, mentalmente, una carta de deseos por venir, por ejemplo, lo más básico… que se acabe la barbarie de exámenes y parciales y trabajos, acordándonos de la madre del Ministro que puso la ley en marcha que estableció que Ciencias se dividiera dos, haciendo que las clases duraran cuarenta y cinco minutos.
Queremos vacaciones, despertarnos cuando nos dé la gana y que los niños dejen de pedir como si tuvieran en la boca un fraile, sin pensar en nada que no sea, dormir más de ocho horas y que los niños no berreen en arameo.
Son fechas para recordar, para la nostalgia, no yendo mucho con los adornos, la plata, el oro y el rojo y más con la familia y los que no están, que nos amargan las buenas ganas, más que los que tenemos todavía, quizás porque el género humano es así de desconsiderado y tonto baba, de querer jorobarse a si mismo.
Vemos los turrones y los mazapanes y el pan de Cádiz y no nos dice nada, porque tenemos el corazón encogido y las ganas ausentes, con tanto dispendio tonto cuando hay gente pasándolo tan mal, tanto que no hace dos días que dimos para el banco de alimentos, sabiendo que nunca será suficiente.
Son los hospitales, en estas fechas, refugio de desdichados que luchan por doblar el año, como si fuera una viga de metal, con la fuerza de sus deseos de buena fortuna, de salud y prosperidad.
Las tiendas se abren y se cierran, intentando pasar el bache, hacer caja y aguantar, con pies fríos y manos trabajadas, rezando para que no se vaya todo al garete.
Es a primera hora de la mañana, cuando sueltan a los niños en el colegio, peregrinaje de palomas enfriadas, con pañuelos de mercadillo y pasos de geisha, camino de la casa que limpian. Luego retornan como los salmones al colegio, para recoger al fruto de sus desvelos que las jorobarán hasta escarnecerlas cuando lleguen a la adolescencia y se crean que lo saben todo.
Ya están ellas pensando en las cenas de Navidad, temiéndolas en muchos casos porque es más trabajo de limpieza y cocineo, también las más de las veces motivo de disputas y cabreos. Procuran moderar estableciendo normas no escritas de » no se hablará de eso», ni de los disgustos que dan los niños, ni de las notas, ni siquiera de lo perra que se ha puesto la vida. Menos aún de política o religión, que si no los cuñados salen a mamporros. Pero al final con la boca calentita, saldrá el paro y la escasez, rociando el mantel de cava del supermercado, aderezado con mariscos comprados a escote, en las ofertas de la esquina.
Es pronto ya lo sé, pero ya me ha llegado una pregunta de ¿carne o pescado? para la cena de Navidad de un club, donde compiten mis hijos y me ha recordado las discotecas de los ochenta, dándome cuenta de que aún no sé qué era la carne y qué el pescado.
Las cenas de Navidad han pasado una tras otra, contagiándonos el blanco de papa Noel y el destino trágico de Jesús, amado y odiado al mismo tiempo, crucificado como nosotros que nos caemos y aguantamos. Nos falta gente que nos sostenga en ese paraguas familiar. Nos falta alegría infantil mezclada con las risas, los chocolates y en mi caso, el disco de los campanilleros de Vilches que sonaba en la casa de mis padres, todos los años, por estas fechas. DIARIO Bahía de Cádiz