Cuando se escribe un drama, ya sabemos cómo acaba, por mucho que queramos improvisar. Porque la dama muere asesinada y el bestia que comanda la acción, al que los periódicos aún llaman presunto, cuelga-con todo su cuerpo presente- de una viga, ahorcado. Es una muerte anunciada, porque a alguien le dio la gana, se levantó cuarteado y nos dio en la frente tonelada de rencor y nos dejó tiesa, hecha una siesa, muerta por desprendimiento, del tabique frontal.
Nos quedamos desmadejada, nos quedamos hecha un trapo y maldecimos, al malnacido, pero no nos vale de nada, porque tenemos 62 y hemos peleado con el colesterol, con las canas, con los niños y ese bestia, cuelga a nuestro lado en la viga, que hace años debió estrenar. Es una viga común, para nada festiva, ni resguardadora, ni encomiable, como lo hubiese sido, si hubiera sido desvirgada por la garganta del tipejo, que no tiene nombre de tal, sino de asesino y que solo la hizo nacer, al colgarse de ella, después de bautizarla, en muerte, a esa, que ya no hará 63.
Es León donde ha ocurrido, a muy pocos kilómetros de Ponferrada, pero podría ser en la esquina de cualquier calle, de cualquier pueblo o ciudad, porque la muerte camina en los zapatos hastiados de estos bichejos, que, como parásitos, no saben vivir sin el huésped, al que sueñan con eliminar.
Y no cesan de matar y no cesan los sucesos y no nos ponen los pelos de punta, ni la carne de gallina. No nos los ponen, porque no nos duelen los ovarios, ni nos orinamos encima, ni fagocitamos, ni vomitamos, ni hacemos otra cosa que teclear, que es, en los nuevos tiempos, el equivalente gástrico, a abanicarnos el pecho y suspirar. Mi abuela se suspiraba el alma candente, mientras se abanicaba en negro con una fuerza que ahora yo tengo, sobre la impresora del ordenador, en forma de varillas parejas enlutadas, vigorosas aún, mientras no caigan en manos infantiles, juguetonas y lastimeras.
La de los 62, ya no dará más que muerte en su herencia y negritudes a sus hijos y dolor a sus deudos y deuda a la vida, que le ha arrebatado tanto. Porque si la media de vida es de 85, para las que hemos nacido con útero entre las piernas, a ella le ha trasquilado al menos veinte años, de prosperidad, sin el carpintero, que la talló sin manos, ni piernas y que no quiso ser Pigmalión, para hacerla libre y fuerte, sino matador de reses, sin marcar, que huyen al campo libre, a pastar con elfos y ninfas.
Ha pasado mañana y volverá a pasar, siempre, mientras ellos existan, mientras no les pongamos etiqueta de asesinos, porque han golpeado, vejado y matado y solo les cuelgan las necedades, de una viga.