Los veranos de Cádiz siempre son azules, eso lo sabe todo el mundo. Podría describir mi infancia de primos y pan con nocilla en la playa de Los Delfines, como días añiles y de colores intensos que no se apagan ni siquiera de noche, y reflejan la luz, en puros destellos felices, en el paseíto con caballa y piriñaca y un “mantecao” de tutti frutti.
Pero ahora el gris cala los huesos, y el bullicio se concentra en las colas del INEM, en lugar de llenar de alegría los bares y terrazas hasta las tantas, junto al mar, por ejemplo.
Un “chuchurrimiento” generalizado, una tristeza de ponientito frío recorre las playas y las calles, y así, con tan mal cuerpo, no apetecen las sardinas en el chiringuito, ni meterse en el agua, ni jugar al bingo en La Caleta hasta las nueve de la noche…
Lo malo es que el gris se ve desde lejos, llegando por el Puente Carranza, y el impulso es dar la media vuelta y tirar para El Puerto de Santa María, donde sigue el teatro con espectadores de fuera. O Rota, Chipiona, Conil, Vejer…
Mejor cualquier otro punto de la provincia lejos de la humedad, y las corrientes de aire frío que dejan desiertas las calles en sombra perpendiculares al Paseo Marítimo.
Y es que Cádiz destiñe, a pesar del antitransferente a litros y las promesas falsas, a pesar de los muros de contención de cartón piedra, a pesar de los festivales carnavalescos y grandes figuras de la música prefabricada que hacen grande El Castillo de San Sebastián (¿en serio?).
Cádiz pierde luz, mientras concentra toda su ilusión en un segundo puente que la acerque a ninguna parte, o con la esperanza de volver a abrirse al mundo.
Mi padre me decía, de pequeña, que Cádiz se hunde, poco a poco, y a mí me daba miedo que nuestra casa se viera, de pronto, bajo las aguas, sin que me diera tiempo rescatar a mi perro y a mis barriguitas y pinipones, lo más querido. Era miedo infantil a la pérdida, a la decadencia.
Y con miedo, sigo pendiente, desde el otro lado de todos los puentes, de una ciudad esplendorosa que se desangra, herida de muerte en sus piedras, llena de boquetes letales, desprendiéndose su vida, bloque a bloque.
Seré derrotista, sí. Pero derrotista con los ojos abiertos y cabreados.
Lo suyo sería que volviéramos todos, y que tiráramos, por el Campo del Sur, todo lo que sobra, para achicar, para aliviar peso, y virar el rumbo. Como es delito arrojar políticos papafritas desde Santa Bárbara para abajo, yo desterraría a unos cuantos una buena temporada al Faro de Las Puercas.
Mientras, algunos día a la semana, hago el intento de volver para ir creando “recuerdos de infancia” para mi hija, y que con el paso de los años, tenga en la memoria el olor, el sabor, el color de una ciudad que es suya, también.
Porque en Cádiz los veranos son azules, eso lo sabe todo el mundo. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso