Corre por las redes sociales gaditanas una imagen que me ha despertado de repente la necesidad de escribir sobre ello. Son dos fotografías de una conocida mujer de Cádiz capital, presumiblemente sin hogar. Estoy convencido de que la mayoría de quienes leáis esto sabréis quién es. En la primera fotografía aparece sobre dos muletas, con la columna totalmente desviada y la cabeza gacha. En la segunda está en la estación de trenes, pero ya no está mendigando: tiene la espalda totalmente recta y está comprando un billete de tren. Las primeras reacciones no se han hecho esperar: es una estafadora, merece el escarnio público.
Pero, aunque sea por unos minutos, me van a permitir ustedes ser el adalid de lo políticamente incorrecto y voy a defender, no a esa mujer en concreto, sino la Educación que, como parte de la juventud, me gustaría recibir de mis mayores. Vivimos en una sociedad que se dice democrática a sí misma. La mayoría en lo que comúnmente hemos dado en llamar clase media: unos ingresos medios, seguridad social y algún que otro vicio. Y nadie duda, de cara al exterior, que ésos sean derechos universales y que se deba hacer lo necesario para garantizarlo. Pero, ¡ay cuando el subconsciente nos traiciona! Yo me pregunto: cuando no se pueden ejercer esos derechos, cuándo todos son restricciones, ¿cuál es nuestra responsabilidad? Cuando se nos son arrebatados derechos universales, ¿es que el Estado no tiene recursos suficientes? Permítanme ponerlo en duda.
Cuando existen niveles de desigualdad creciente, infranqueables, la ética no existe. Pertenecemos entonces a una vorágine de violencia estructural donde hay frío que no sentimos y hambre que no se oye, y algún que otro muerto recogido en la madrugada del parque más próximo. Es una violencia tan cruda que el esfuerzo invertido en camuflarla es brutal. Una imagen en Facebook burlándose o difamando a una persona sin recursos es parte de esa conciencia de culpabilidad acrítica que tanto nos gusta exhibir. Pero, se me podrá preguntar, ¿debemos permitir que utilicen el engaño? El engaño y la violencia explícita, sí. Y no únicamente por su situación, sino por la nuestra: quien no combate un crimen, es cómplice de él. Y el hambre estructural y la marginación, como construcciones sociales, son un crimen con nombre y apellidos. Huelga decir que no es la solución, pero tampoco estoy dispuesto a condenar nada.
Nuestra privilegiada postura, de clase media —esto es, clase trabajadora con bienes financiarizados por encima de nuestro salario—, está revestida de una moral burguesa de la pulcritud y honestidad. Hasta el punto de que nos vemos legitimados para señalar y condenar a proscritos sociales, a los desheredados, y concretarles cuáles son las normas correctas del juego. Es un complejo de inferioridad el de nuestra acomodada opinión, porque exigimos corrección en un mundo caótico y hacemos propaganda de una justicia excluyente y nos aceptamos de facto como impotentes ante la situación. Nos resulta tremendamente difícil imaginar un cambio social, siempre hemos sido potencialmente conservadores, y por eso nos reímos de los mismos a quienes no sabemos prestar ayuda, intentando convencernos de que nunca van a dejar engañar y nos exijan la justicia que les debemos. DIARIO Bahía de Cádiz