Yo nací en el norte, antes de saber que el sur también existe, allá por 1964, cuando este país era de un color grisáceo, pero tuve un padre que me explicó que uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere y que una cosa es morirse de dolor y otra morirse de vergüenza; y yo ahora le enseño a mi hijo que son macanas que los hombres no lloran y le digo que llore no más, que es mejor llorar que traicionar, que es mejor llorar que traicionarse.
Y supe bien temprano que existe también el pasado con sus súbitos rosas y modestos escándalos, con sus duros sonidos de una ansiedad cualquiera y su insignificante comezón de recuerdos.
Y viví primaveras con sus esquinas rotas
Por que eres mío, por que no eres mío, por que te miro y muero y peor que muero si no te miro amor, si no te miro. Porqué tú existes siempre donde quiera, pero existes mejor donde te quiero.
Pasan los años y aprendo y uso lo aprendido para volverme lentamente sabia, para saber que al fin el mundo es esto: en su mejor momento una nostalgia, en su peor momento un desamparo, y siempre, siempre…un lío.
Pero aprendí que hay que amar con amor para salvarse, o por lo menos para creerse a salvo, que es bastante. Hay que amar con valor para salvarse, sin luna, sin nostalgia, sin pretextos.
Y ahora sé lo que me sirve y no me sirve: no me sirve tan mansa la esperanza, no me sirve tan sabia tanta rabia. Si me sirve la vida que es vida hasta morirse, el corazón alerta si me sirve, me sirve tu sendero compañero.
Un día después de cenar llegamos a casa, la mía,
ya el frió estaba en sus labios, los de él,
de modo que yo fabula y augurio le di refugio y café instantáneos,
una hora apenas de biografía y nostalgias hasta que al fin sobrevino un silencio
(como se sabe en estos casos es bravo decir algo que realmente no sobre)
Él probó -sólo falta que me quede a dormir
Y yo probé – ¿por qué no te quedas?
Y él – no me lo digas dos veces
Y yo -bueno, ¿por qué no te quedas?
Y de manera que se quedó en principio a besar sin usura mis pies fríos, los míos,
después yo bese sus labios, los de él,
que a esa altura ya no estaban tan fríos,
y sucesivamente así,
mientras los grandes temas dormían el sueño que nosotros no dormimos.
A partir de ese momento sentí miedo de verte, necesidad de verte, esperanza de verte, desazones de verte, urgencia de oírte, alegría de oírte, buena suerte de oírte y temores de de oírte.
O sea, resumiendo estaba jodida
y radiante
quizás más lo primero que lo segundo
y viceversa.
Pero no quise quedarme inmóvil al borde del camino, no quise con desgana, no me salvé ahora ni nunca, no me salvaré, no me llenaré de calma, no reservaré del mundo sólo un rincón tranquilo, no me dormiré sin sueño, no me pensaré sin sangre y no me juzgaré sin tiempo por qué quiero quedarme contigo. Con tus manos que son mi caricia, mis acordes cotidianos, con tus ojos que son mi conjuro contra la mala jornada.
Quién iba a imaginar cuando empezábamos esta buena historia hace veintisiete años, que en un apartamento camarote, donde no llegaba el sol pero vos sí, íbamos a canjear noticia por noticia, sin impaciencia ya como quien suma y que cuando te dormís y yo sigo leyendo entre cuatro paredes algo ocurre, estás aquí dormido y sin embargo me siento acompañada como nunca. Nunca nadie te reemplaza y las cosas más triviales se vuelven fundamentales cuando estás llegando a casa.
Por qué al final aprendí que después de todo qué complicado es el amor breve y qué sencillo el amor largo.
Esto viene ligado a una historia, la nuestra, la de mi compañero y mía, historia que hizo escala en veintisiete octubres, que a esta altura son como veintisiete puentes, como veintisiete provincias de la misma memoria, porque cada época de un largo amor, cada capitulo de una consecuente pareja es como una región con sus propios árboles y ecos.
Nos casamos por la iglesia, no tanto por Dios padre y mayúsculo como por el minúsculo Jesús entre ladrones con quién siempre me sentí solidaria.
Nuestra luna y su miel se llevaron a cabo con una praxis semejante a la de hoy, ya que la humanidad ha innovado poco en este punto realmente cardinal.
En fin, después hubo que trabajar y trabajamos veintisiete años. Al principio éramos jóvenes pero no lo sabíamos, cuando nos dimos cuenta ya no éramos jóvenes.
Ahora nuestro amor tiene como el de todos, inevitables zonas de tristeza y presagios, paréntesis de miedo, incorregibles lejanías, culpas que quisiéramos inventar de una vez para liquidarlas definitivamente.
Es cierto que veintisiete años de oleaje nos dan un inconfundible aire salitroso y gracias a él nos reconocemos por encima de acechanzas y destrucciones.
No podemos quejarnos, en veintisiete años la vida nos ha llevado recio y traído suave, nos ha tenido tan, pero tan ocupados, que siempre nos deja algo para descubrirnos. A veces nos separa y nos necesitamos.
La vida de pareja en veintisiete años es una colección inimitable de tangos, diccionarios, angustias, mejorías, aeropuertos, camas, recompensas, condenas…pero siempre hay un llanto finísimo como un hilo que nos atraviesa, y va enhebrando una estación con otra, borda aplazamientos y triunfos, le cose los botones al desorden y hasta remienda melancolías.
La vida a cuatro manos es el desvelo o la alegría en la que nos apoyamos, cada vez mas seguros, casi como dos equilibristas sobre su alambre; de otro modo no habríamos llegado a saber que significa el brindis que ahora sigue y que lógicamente no vamos a hacer en público…