A pesar de las tradiciones y familiaridades del momento, a veces uno debe pararse fríamente a pensar qué tiene delante de sus ojos.
Lo que ve son cientos de personas festejando un sentir identitario, padres que pintan a sus hijos e hijas con la bandera nacional y madres que les cogen cariñosamente de la mano para llevarlos al espectáculo. Por aquí y por allí juguetean con los cacharros y los coches, unos fusiles impresionantes, casi tan grandes como ellos. Pero no son de mentira, como el que tiene aquel niño de allí que está subiendo a la tanqueta, sino fusiles de verdad como los que salen en la tele. Y así, casi sin poder sujetarlo, sonríen a la cara ante la mirada de su orgulloso padre, que luce la camiseta de su ídolo, un tal Casillas cuya cara no logra aún recordar con nitidez.
Aquí las niñas no son de esas que se conforman con jugar a la pelota. Y lo digo yo, que vi cómo se interesaban por apuntar con la mira del mortero y cómo corrían todo desesperación por el campo de obstáculos. Comprobé con cierta inquietud que si algún día debíamos correr entre los escombros calcinados de mi barrio, esa niña de ocho años sabría hacerlo perfectamente. “Y tú ni siquiera sabes colocar un cargador”, decía aquella mirada de abuelo que me miraba despectivamente porque no he hecho la mili.
En aire se alternaban tanto melodías militares como éxitos internacionales de ACDC —grupo que, por cierto, tiene bastantes temas anti-militaristas—, como con temazos de David Bisbal. Toda una vorágine, en fin, de esa búsqueda constante de “lo español” mezclado con “lo moderno”, donde las balas salvan vidas y el ejército es un cuerpo de universitarios frustrados[1] y, por tanto, con cierto carácter pedagógico. Yo no sé si pondría a mis hijas en manos de una persona cuyo valor más alto es la obediencia; pero estoy seguro de que no le pondría en sus brazos un cañón capaz de disparar una bala hueca.
Porque eso mata.
No me importa si mi hijo en concreto va a dispararlo alguna vez.
Eso mata. Es un arma.
No me importa si el Ejército es una institución tradicional. No me importa si por el hecho de pintarle la cara a alguien de seis años con tu bandera nacional te sientes mejor. Y no sólo no me importa, sino que me molesta, que utilicemos la vieja excusa de que quieres que lo pasen bien.
No lo van a entender. Somos nosotros y nosotras, gente adulta, los que nos regocijamos en nuestra propia inseguridad e inculcamos valores dogmáticos a generaciones que, de por sí, estarán dañadas por un sistema educativo deficiente y el abuso de las nuevas tecnologías. Contribuir a normalizar el papel del Ejército, que es un rol fundamentado en la violencia —nunca el Ministerio de Defensa fue de Defensa—, no contribuye en el futuro de la Juventud.
No les dejes coger un arma. Por favor.
[1] Entiéndase frustrados en tanto que no han podido finalizar sus estudios. DIARIO Bahía de Cádiz