Una chica de servicio encontró en la casa residencial donde servía, cuatro cadáveres incorruptos por la cercanía de su muerte. El padre estaba ahorcado en el garaje y la mujer y los dos hijos tapados con frío cadavérico, en los dormitorios. La crisis les había dado de lleno y han muerto asesinados por el polvo bajo la alfombra.
Un caballo corredor de más de un premio conseguido, fue desbrozado y machacado con una barra de metal por no haber llegado el primero. Su dueño, inculpado, va a pasar meses en rejas penándolo, pero ni devolverá la vida al caballo, ni le dará pienso fresco.
No es la crisis, es la impotencia, la mala sangre que se lleva bajo las uñas de los dedos.
Un chaval de poco más de once ha batido su cuerpo en el asfalto, haciendo un mortal desde su ventana. Su madre ha encontrado una nota donde decía que le estaban haciendo el cole insoportable.
No es la adolescencia, sino la hijoputez de algunos que en vez de estudiar dan morcilla y vejan y les dejan, que maten a despropósitos a los que victimizan sin remisión de conciencia.
Es éste un mundo donde un caballo solo pesa lo que gana, un padre de familia solo vale lo que aparenta y un chico se da a morir por no pisar callos de matones de tres al cuarto.
Es éste un mundo donde vale más la apariencia de una casa residencial, unos hijos perfectos, un drama que no se vea, que no lo sepan los vecinos, que seguir peleándosela a la existencia.
Es un mundo donde un caballo de carreras debe ganar y un chico al que acosan bajar la cabeza y aguantar, para no salir en los sucesos.
El caballo no se la vio venir, pero cuando le dio el primer mazazo encajonado, sí que intentó huir, porque a él le valían más los hechos que la apariencia, de que cuando ganaba su dueño le topaba el lomo con la palma de la mano.
El de los once años cree que ha huido y los ha dejado atrás, pero su alma ha quedado encadenada a las lágrimas de su madre que escrutara en sus recuerdos cada gesto suyo, cada desviamiento, queriendo desentrañar el misterio de su salto al vacío, haciéndola tanto daño. Daño, como el del padre que no supo resguardar a su familia y creyó como Himmer que era mejor matar que dejar a la prole sin casa y con deudas, desvaídos y figurantes de una vida que ya no era suya.
Porque perdemos cuando no ganamos, en el ADN gravado por espermatozoides de tres al cuarto, que somos los elegidos para la gloria. Cuando ésta no se da, nos venimos abajo, como ninot en plena mordida del fuego.
Tenemos poca resiliencia o ninguna, para hacernos de nuestros restos y empezar de nuevo una vasija interior más fuerte y hermosa.
El caballo no pudo, él no, y el chico tampoco, porque lo obnubilaron, de tal forma que solo vio ventana y cristal, apartando marcos y arena volatilizada, volando a mares de aguas negras y profundas.
El caballo no será nada, sino carne machacada y muerta, relinchos lastimeros y mucha furia, la de su dueño, en el juzgado condenado, ocho meses por matar a un animal desarmado.
La mujer y los hijos no se lo vieron venir como el caballo, ni como el chico que no dio a bastos con tanto hijo sin madre que corregirle y decirle “eso no se hace”, “eso no se dice”… Condenados narcisistas que solo gozan cuando joroban a otro, futuros maltratadores de pareja, asesinos por delegación, autores material de los hechos.
La mujer y los hijos tenían los ojos cerrados y creían en él, que se nubló los ojos y tiró de la cuerda, después de apretarles las cuerdas a ellos y cerrarles los ojos, amortajándolos en vida.
Son las pelusas bajo la alfombra… el miedo, la desesperanza y la tristeza
El no encontrar una mano amiga, el no tener alguien que te apoye, el no escuchar tus pasos, porque nadie te acompaña. Un caballo, un niño y una familia, no son sino vidas destrozadas, carne de cañón de primeras planas, de periódicos que fagocitan tragedias. DIARIO Bahía de Cádiz