Tú no te das cuenta, pero te han domesticado.
Si te dicen que bailes, bailas. Si te dicen que llores, lloras. Y esa tristeza que sientes, de la que desconoces el origen (o no lo recuerdas), es quizás desconcierto, o el intento de emerger de tu nombre salvaje, el que está bajo tu ropa, justo en la piel. Y tu esencia quiere que te veas los ojos, de pronto, en el reflejo de cualquier escaparate, o en el espejo del ascensor de los grandes almacenes que visitas por inercia.
Te han domesticado. Y no recuerdas ya cómo era el sabor de cualquier fruta, ni el color, si no revisas antes la etiqueta. Ahí, donde se indica también cuándo caducarán tus días, tan contados, precisos y concretos. Tan absurdos, o eso crees, si no sigues la orden, si no sientes en el cuello el tirón de la correa. La voz del amo invisible.
Tú no te das cuenta, pero estás adiestrado, también. Y eres parte del engranaje perfecto, de una máquina perfecta y servil. La cadena de montaje. Miserables y perecederos eslabones, que a veces toman conciencia, solo unos minutos, e intentan quebrar el sistema.
Pero ese sistema no se quiebra, ni se rompe, ni se abren grietas para que entre la luz, o el aire, o el mar de golpe. Féretro cerrado. Y todo sigue su ciclo. Luego llegan los otros, y después de los otros, otros, distintos, nuevos, también desde la cuna programados. Domesticados.
Dicen que algunos quedas libres, y locos. Y profundamente solos. Y sin embargo felices. En silencio y lejos. Felices. Sí. Pero no lo saben.
Nadie se da cuenta. De la libertad o del yugo. Se vive, se camina en línea recta, se cruzan puentes hacia ningún sitio, se coleccionan recuerdos por fascículos. Y se paga la hipoteca si se puede.
Animales domésticos, en proceso de engorde. Procesarán nuestra carne. Reciclarán nuestros huesos. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso