A estas alturas ya estamos curadas de espanto. Hemos currado el curso escolar y ahora los tenemos en la chepa. Los vivimos como si fuera propia piel, no sé muy bien si porque nuestra propia vida es miserable o porque nos importa un haba.
A un par de colegios sevillanos les han puesto cuantiosas multas por superar el nivel de ruidos permitidos por los partidos de los críos, pero nosotras sabemos -de primera mano- que si no hay ruido no hay vida, sordas perdidas por los gritos que le damos a nuestra prole cuando hacen magia deportiva en las canchas.
No importa la edad que tengan porque sufrimos igual por un cólico del lactante que por una muñeca dislocada en plena ferocidad de encontronazo en campeonatos provinciales. Da igual que les den por las ciencias, que nos maten de indignación por las repeticiones de curso o que vayamos tras ellos en peregrinación por los deportes, porque seguimos deschancletadas y prestas como las fanáticas que somos sentadas a la puerta del Centro, tomando el cafelito con las amigas o en las gradas adornadas con los tambores de guerra.
No tenemos afanes más que los de ellos, ni futuro más que verlos brillar en la sandez más grande que se propongan.
Llega un momento que se te despegan porque tienen sus propios amigos y solo sirves de transportista sin el morbo de la película del tío bueno, pero sí con la preocupación de “qué irán a hacer esos pencos”.
No descansas nunca más que cuando lo tienes dentro, nueve meses aletargados y babosos, de muchas cuestiones que te corroen el pensamiento con venas que se van ensanchando para darte riego a un corazón que irá a mil por hora a partir de su nacimiento.
Siempre me acuerdo de Amparo Butrón cuando decía que lo queríamos todo porque no éramos como nuestras madres que se afanaban en ser ellas mismas como les habían enseñado en catecismos, rezos y adoctrinamiento de mesa camilla.
Nosotros somos mujeres maravillas que quieren un fututo propio porque somos maestras o abogadas o limpiadoras de casas ajenas, arremangadas para que otras trabajen a jornada completa sacándole los colores ingratos de los rincones.
Pero es más, también somos consoladoras de ellos que nos acompañan en la cama, que no son sino niños pequeños que vienen con penas adultas que ya no pueden contar a sus madres, que se han convertido en suegras y muchas de las veces nos empalman las ganas porque no somos lo suficientemente maravillosas para tal prodigio de hombre.
No nos pesa la memoria en entender que lo mismo seremos ellas en un futuro, criticadoras en despiece, vividoras de vidas ajenas atadas a un visillo y una reja con bastones o muletas.
Nunca hemos llevado capa pero sí corsé o ajustatorio porque pasaron los ochenta y ya las vainas de las lunas pectorales van mejor amarradas al torso que bailando la salsa de la libertad sin tregua. No nos hemos hecho más que a puñaladas traperas, a sortear hombres que eran neandertales y ahora casposillos que se dan de liberales pero que si les rascas -como a la Venus de Milo- encuentras no mármol, sino marmolillo del ladrillero.
Hemos acabado el curso escolar a un lado u otro de la pizarra, pero aún nos queda todo el verano porque somos -además de maravillosas- infinitamente pacientes y bordamos barbacoas familiares, fiestas de cumpleaños atrasadas, piscinas colegueras y nocturnidades con niños a porrillón.
No tenemos desperdicio ni en nuestros andares y no engordamos sino que engrosamos calidades, desperdigando nuestro garbo por doquier donde vayan ellos que nos parten el alma desde que aquel día de nacidos en que la episiotomía abrió carne para regalarles a ellos tiempo. DIARIO Bahía de Cádiz