No es el hecho de tirar una granada más que una advertencia que la cordialidad, el apego o la solidaridad están muertos. Hacerlo en un centro de menores, una apología política de bravuconadas que tienen consecuencias penales. Pero lo peor es que quienes inflaman los ánimos viven de los impuestos de todos, también de aquellos que quieren que las mujeres vayamos siempre un paso más atrás.
Es muy complicado ponerse a pensar en las causas y las consecuencias de actos políticos que llevan décadas fluctuando como la bolsa para solo beneficiar a unos pocos y perjudicar a muchos. Es lo malo de los que piensan en votos únicos que cada uno de nosotros metemos en un cajita de cristal con nombre apocalíptico y de escasa visibilidad real. Porque no me digan que cuando lo hacen sopesan lo que pude pasar. Seguramente no porque todos, absolutamente todos, miramos por nuestros huesos, por nuestros genes y por nuestro patrimonio.
Miramos por la piel y los pellejos, por lo bueno y lo mejor, pero nunca por lo malo. Odiamos a una cara sin rostro que se esconde tras una pasado de pateras, malos tratos, mendicidad, pegamentos y tirones de bolsos y solo vemos lágrimas nuestras con barro en las manos de ellos. Solo vemos lo que queremos ver porque no quitamos máscaras y nos parece más recomendable el modo enlatado que nos inculcó nuestra religión, nuestra cultura, nuestra familia y nuestro propio pensamiento cuadriculado.
La empatía no está para servirse en frío, ni para combinar palabras, ni para aplaudirse en los grandes organismo internacionales, para después dejarla a pie de calle con chanchas en invierno y bancos ocupados, saltos de valla eternos y pedazos humanos a partes iguales.
¡¡Dios lo que una granada puede hacer explotar!! Muchísima furia, muchísima rabia, mucho dolor y muchas lágrimas, azuzando el fuego, el rencor, el afán político y el deseo de gobernar, de empoderar a los suyos y de castigar a todo lo que se menee. Porque la malicia recorre las calles y habla bajo, alucinando a oídos atentos y mentes estrechas, tan caducas como las faldas de tubo, las manoplas o la calceta.
Somos tan antiguos que nos da todo miedo sin recordar que vinimos de árabes, visigodos, judíos y errantes; Que somos pueblo de nómadas encerrados en una piel vieja que visitaron tantos que nos regalaron creencias, penas y pocas glorias, aunque sí muchas guerras. Estamos hechos de postres musulmanes, mozárabes, judaizantes y penalizados. Hechos de clausuras, fuego de hogueras y tormentos. De Quijotes y Sanchos apaleados, manteados, acusados y veladores de yelmos cuneros. De muchos que vagaron y transitaron estas tierras con una Biblia en una mano y una espada de doble filo en la otra.
Solo somos levas que encauzaron en Tercios remilgados, haciéndonos creernos alguien. Muchos más que los que duermen apostillados en bancos con cartones de franela y frío en el pescuezo. Más que menores que perecen recluidos, solos, aislados, sin medios, dianas de doble filo de una inútil granada. DIARIO Bahía de Cádiz