Quizás hubiéramos tenido salvación si le hubiéramos cogido miedo de muerte al virus. Quizás si hubiera durado más el encierro (puede que décadas), la Naturaleza que agoniza hubiera tenido una leve oportunidad de salvarse. Quizás hubiéramos sido más sabios o más justos, si el tiempo y las constelaciones se hubieran puesto de nuestra parte.
Pero igual que olvidamos la peste o la gripe española -las heridas de una Guerra civil o el descalabro de la Gran Depresión que antecedió a la Segunda Guerra mundial- olvidamos también a golpe de decreto con auspicios de necios. Todo se ha vuelto consigna. Todos parecen ofuscados porque mellamos los dientes del miedo que nos compungió el corazón, mientras veíamos los féretros camino del cementerio.
Ya los sanitarios no son TT sino que rezuman desesperación salarial, inestabilidad profesional y desagradecimiento general porque creen los necios que el lobo está enjaulado. Así de idiotas estamos.
Las mascarillas nos cubren la mitad del cerebro, el más ajeno al entendimiento. Fue ayer mismo cuando las playas se llenaron de gente ociosa que olvidaron las penurias de los sanitarios por hacernos sobrevivir, la Pandemia mundial que a punto ha estado de extinguirnos y el varapalo económico de dimensiones inimaginables que se nos viene como tsunami al paso.
Tenemos poco encima para lo muy tontos que somos. Lástima de cabezas pensantes, lástima de políticos honrados por morir en estas aciagas fechas. Lástimas de ancianos que vivieron solos y murieron aún más solos para vergüenza de una sociedad consumista que ningunea a los que la sustentaron con una vida entera de trabajo.
Tenemos memoria de Alzhéimer. Siempre la hemos tenido bisnietos de esos neandertales que se extinguieron porque sus recuerdos se almacenaban en una tarjeta de poca resolución sin que pudieran datar los hechos asombrosos que les sucedían, ni los pescozones del destino. Nosotros vamos hacia el precipicio con paso acelerado de ciego. Lo hacemos porque nos vanagloriamos de tener amigos a los que jamás hemos abrazado pero que queremos con el alma y el corazón. No como al pobre infeliz que vemos todos los días en la escalera al que arrancaríamos los ojos porque nos harta con su cotidianeidad.
Barrenamos en arameo de lo que sea, simplemente por el hecho de ser rebaño porque no hay nada peor que no serlo, en un mundo donde parecer es infinitamente mejor que ser.
Así hemos llegado a las playas de hoy, olvidadas las penurias del ayer, los ERTE, el paro y los llantos de aquellos que vieron con sus ojos la muerte y cómo el virus les ganaba la batalla cobrándose en carne de ancianos. Pero nada importa más que Internet, los amigos y vivir el momento y -que no se nos olvide- dar fe de ello no sea que no existamos en ese mundo paralelo que gozamos más que en nuestra estúpida realidad de cada minuto.
No me extraña que aconsejen ponerse la mascarilla. No es por el virus. Es para aguantar el cerebro que se nos resbala de las orejas al suelo. Cerebro de Neandertal puro y duro que se pelea con puños sin saber por qué; que insulta sin saber por qué; que le dice al policía que “habla” y éste le contesta qué “para qué, si no van a conseguir entenderse” en un país que convulsiona por memes y está deseando tomarse la primera, la segunda y la tercera.
Se nos olvidó santiguarnos antes de decir nuestras oraciones. Se nos olvidó encomendarnos a los dioses benevolentes que nos inspiran con constelaciones cósmicas y buenos augurios. Se nos pasó el arroz y encargamos un niño en Ucrania y allí está el pobre angelito enjaulado en cristal con gente que no lo conoce más que por un número de cuenta corriente. Lágrimas de niño prefabricado, anciano del mañana, moridor de soledades y mustios collados.
Quizás hubiéramos tenido salvación si el primero no hubiera ido por la segunda, sino que se hubiera sentado a tallar un pétalo para esculpir una hermosa flor. DIARIO Bahía de Cádiz