Se preguntaba un sobreviviente de Auswichtz si el ser humano volvería a protagonizar otro genocidio. El tiempo ha dado munición a esta pregunta… las guerras son cada vez más cruentas y ni ir armado con machetes te quita de recaudar vidas, a gargantas abiertas. El humano devasta y esclaviza. Si no me creen, piensen en los nuevos avances científicos para el Covid basados en la respiración rectal a la que están sometiendo a ratones, cerdos y ratas.
Antes preferiría ser pájaro en mano de niño que rata de laboratorio en beneficio de la ciencia, porque con la experimentación no se juega, pero se muere. Sabían mucho los nazis de esto. Si lo piensan, solo los diferenciaban los medios -infinitos- y la permisividad de la guerra.
Ahora las guerras son medioambientales, silenciosas y de crujidos estancados en el tiempo y el espacio, para que no molesten a nadie -ni asusten- a los inversores.
La caza mayor siempre fue del ser humano solo que éramos demasiado inocentes para verla. Siempre ha habido sátrapas, genocidas de guante blanco y especuladores. Siempre caprichosos y esquivos. Sultanes y volteretas y mucho acolito calienta-sillones en sus filas. Solo que ahora los vemos, sin distinciones políticas ajenas, ni paliativos.
Se nos ha soltado un torrente de cuerpos por las calles y las plazas. Se nos han ahogado algunos sin nombres, ni profesiones, pero con padres desesperados que buscan a los hijos a la fuga en una hecatombe que nadie podría haber imaginado.
Un abrazo de consuelo es mal mirado. Una mano tendida, aplastada. Mientras, los políticos se afanan por conservar el poder, la democracia bosteza y los que manejan los hilos comen dátiles en barcos camuflados. Todo muy literario y oscarizado.
Las ratas, los cerdos y los ratones que viven en los laboratorios con el culo abrasado para que la fina malla intestinal respire por sus reales, deben saber mucho de la condición humana. Nos podrían explicar en cuatro gemidos por qué nos obstinamos en hacer daño, por qué tenemos tan poco respeto a nada, por qué ese poder devastador que empleamos con los más débiles y por qué somos tan deliberadamente crueles.
No respetamos, no ya a las especies con las que convivimos, sino que ni siquiera le damos la libertad de estar, justo como a los indígenas americanos al llegar la horda de europeos que se creían más de allí que nadie. Nos dirán los sociólogos e historiadores que eso es lo normal en las invasiones, que lo mismo harán con nosotros esos alienígenas que nos hemos hartado de inmortalizar en las pantallas, para vencerlos siempre con nuestra gran humanidad y arrojo.
Lo mismo lo que los vence alguna vez- si vienen- no será el arrojo, ni la humanidad, sino la crueldad de un machete lleno de sangre humana, como a los invasores paralizaba las hogueras de los fenicios con la carne de sus primogénitos asada.
Quién querría invadir algo que ya fue sembrado por ortigas, serpientes y alimañas. Quién querría usar niños como si fueran estampas, cambiándolos de lugar sin importar el cómo, ni el coste de sus vidas.
Qué más da desde el azul del mar, los olores a rancio, la estanquidad, la miseria o la muerte. Qué más da nada cuando no nos toca porque somos dioses inmortales venidos a la Tierra para sacralizar con nuestro aliento todo lo que dispongamos.
Ha habido muchas guerras desde Auswichtz. Muchos niños muertos, mucha gente despojada de su hogar, su vida, su futuro. No nos hemos compungido viendo rodar a los supervivientes, sino que hemos apretado el culo no vaya a ser que tengamos que respirar por él por culpa de esos desarrapados, que el suelo es limitado y no cabemos todos. No, no crean que les culpo. Así somos en realidad en nuestra vida, en nuestro rellano, en la cola del pan, en la fila del colegio o con el entrenador de los niños. Miramos por nosotros mismos, siempre. Egoístas espermatozoides que se desvinculan del grupo para acometer la vida. Las hordas aunque sean de niños, cagan. Eso lo sabe bien el que respira por las nalgas. DIARIO Bahía de Cádiz