Odio las obviedades, que me digan lo que sé y que me den lecciones no pedidas. A los intransigentes, a los que se meten donde no les llaman, a los que dan opinión por darla y a los idiotas. Sobre todo, a los idiotas.
A los que aparcan donde les da la gana, a los que chillan porque quieren, a los que no tienen respeto y a los que ceden fácilmente a todo lo que les pidan.
A los enterados, a los poetas de media bofetada, a los que cantan a voz en grito con la tajá más grande nunca vista, a los que se quejan de que no ven a sus hijos, pero que cuando los ven, los despachan con juegos electrónicos o bicicletas flamantes.
A los que buscan discutir, a los que siempre te dan la razón como a los locos, a los que siempre están en tu contra aunque te ampares en la sensatez, a los que les pareces una cría y a los que les pareces una vieja. Odio que me intenten convencer de algo de lo que jamás me convencerán, porque odio perder el tiempo.
Pero sobre todas las cosas lo que más odio es a las variabilidades de la vida, los cambios drásticos del tiempo, la gente que se va sin despedirse y los que llegan aporreando la puerta de tu existencia. Odio los sueños que no puedes manejas, porque ellos son difusos y festivos y luego te despachas en la cotidianidad de tus zapatillas de casa y tus greñas, cuando ayer fuiste Reina del Cinemascope por unas maravillosas horas. Odio dormir mal y luego estar cansada, cansarme de todo y estar de mal humor y estarlo de bueno y luego cabrearme por cualquier cosa.
Detesto la actualidad de la que no hay nada que rascar, porque son carnavales y se supone que hay que estar feliz por decreto cuando la Política sigue apestando, los violadores violando, las chicas jóvenes no aprendiendo que los malnacidos andan sueltos y la policía interviniendo. Los IBIs subiendo, los sueldos menguando, las casas por las nubes y los impuestos a su ritmo, que no hay como ser demócratas para llenarte la boca y no poder pagar facturas. Odio que me lleguen facturas como churros, que haya que pagar hasta por respirar y que solo sea llegar a fin de mes y cobrar, para que el capital te dure dos telediarios.
No puedo con que me den lecciones magistrales o que quieran enseñarme cómo sonreír con la boca mellada. No pudo con tanta intolerancia, tanta mediocridad y tanto yoyismo que no hay más que entrar en una red social para que todos quieran que les hagas casito. Odio que lo que miren sea la apariencia y que me diga uno de mis hijos que la vida es así… que lo que miran es tu coche, tu trabajo y tu fachada, porque muero por dentro y supuro y mancho todo con manteca de cerdo mechada, que la dieta no hace efecto porque no cumplo reglas, ni siquiera las autoimpuestas.
Me duele todo de tanto bregar con olas de 16 metros invisibles pero reales, con torticolis de mirar para todos intentando recomponerme. El reflujo mental me trae loca y la ignorancia y el pasotismo y el que solo miren el obligo de las celebritys cuando solo tienen pelusa como todos.
Somos los más osados, los más intrépidos y los más idiotas. Yo, la primera… que no quiero escribir y aquí estoy aporreando teclas, diciendo obviedades y odiando por odiar hasta mi estampa reflejada en la pantalla. Qué feo está eso de odiar, pero qué reconfortante. Casi tanto como esas risas roncas y sentidas que tanto echo de menos; la bondad o el primitivismo de engullir a dos carrillos sin importarte nada. Cómo echo de menos las incorreciones ortográficas, el escribir por soñar, el enviar cosas para que te las premien y el esperar -hasta con impaciencia- porque sabias que ibas en ese maravilloso barco que estaba zarpando. Odio estar recogida como una bayeta, estrujada hasta la saciedad por mi afán de intentar una y otra vez recomponerme, que nunca resilienciar que eso me suena a pijada digna de seudocientíficos.
No sé si les he dicho que odio hasta la saciedad y que odio hacerlo, pero aquí estoy un día más aporreando las ganas, metiéndome las manos en las vísceras para apretar tripas tan viejas como el tiempo, para que supuren hiel. DIARIO Bahía de Cádiz