Corrían aquellos años felices en que estábamos todavía juntas y el tiempo no se nos había subido a la chepa. Éramos tan jóvenes como mi hija adolescente y se casaba la mayor de todas, Ana Mari. Una cría repetidora que no había querido estudiar. No era de nuestro núcleo más duro (lo que las niñas de ahora en su argot 2.0 llaman ‘lamasmejó’) pero sí una habitual porque era dócil, cándida y muy callada. Estuvimos en su casa y su madre nos trató como reinas. Era una mujer rellenita, dulce como la miel y muy agradable. Con grandes ojos perrunos que daban confianza. Cuando salimos, una nos dijo que se separaba del padre de Ana Mari, solo pasase la boda.
Ya ven, les estoy hablando de hace décadas. Juraría que no estaba entonces el divorcio ni en pañales y muy pocas parejas se separaban y menos tan asentados, ni con hijos tan mayores.
Nos quedamos boquiabiertas. “¿¿¿Y por qué???”, preguntamos. “Porque dice que la viola”. Y ahí, en ese justo momento empezó todo lo que ahora cuando escucho casos de abusos se me revienen a la cabeza. Nunca la creímos, al menos yo no la creí porque en mi virginal cerebro no cabía que alguien que te ama pudiera hacerte daño.
Sobones sí que los había por decenas, incluso los amigos de tu padre. Abusadores intempestivos que probaban suerte a la mínima y alicatadores de culos de jovencitas a los que se amarraban como si les fuera la vida, pretextando que era el vaivén del autobús. Las de mi edad (santígüense que voy cabalgando los cincuenta) hemos apretado mucho los dientes sorbiendo lágrimas y aun así, fíjense bien, no nos lo creíamos porque estaban casados, como si el matrimonio fuera la panacea para librarte de todo mal.
Tengan en cuenta que las mujeres de la edad de mi madre se admiraban de que no les pegaran en la santidad del hogar, cuando el marido venía harto de trabajar y muchas veces de beber como un cosaco. Si lo dudan hablen con gente como la Quirós a la que la voz de su madre tertuliando con las vecinas de bloque, se le viene al recuerdo admirándose aquellas de la buena suerte que tenía que su marido no le pusiera una mano encima. Las mujeres hemos aguantado lápidas en la cabeza, bloques de cemento en los pies y puñaladas traperas de nosotras mismas porque estábamos hechas a callar y obedecer. Ahora nos callan a puñaladas, a asesinatos impunes porque los mamonazos se suicidan para no asumir lo muy miserables que son.
A lo que estamos, como entonces no creía nada porque el cerebro me destilaba agua de azahares, ahora envejecida (que no lastrada, sino libre para opinar) me lo creo todo o por lo menos dudo de la invulnerabilidad del alma. Los colectivos, sean cuales sean, se protegen porque en un colegio es una lacra el acoso, los abusos y cualquier cosa parecida que pueda arañar su prestigio. Recuerdo que cuando mis hijos empezaron a hacer las prácticas en los hospitales les pidieron un certificado de penales y yo me eché las manos a la cabeza. Pero ahora lo entiendo porque tratan con personas vulnerables.
Si quieren que me posicione lo hago con la víctima y si no lo es, que le caiga encima el peso de la ley porque no por ser menor, mujer, extranjera o desvalida va a mentir e inventarse una chacota. Es la policía, jueces y fiscales los que tienen la palabra de honor, los demás esperamos a que se solucione el jeroglífico. En el caso de la madre de Ana Mari, fue el divorcio y la felicidad de ser ella misma en mucho tiempo. Lástima que su hija perpetuase los roles familiares, pero esa es otra. Nadie es mejor (ni peor) por ser Juez, abogado o maestro. Eso , hace mucho que lo entendí. También que si vas a robar a una pastelería, te metes de aprendiz de pastelero. Y que no vas a ejercer tu vocación si no mueves bien la masa o no te haces agradable a la clientela y al pastelero jefe.
Dicho esto, los críos son lo mejor que tenemos. Ellos y la Educación, la Justicia y la Verdad que sale tras muchas investigaciones. La credulidad o incredulidad no vale una perra chica. Absolutamente nada, como los corrillos y los cotilleos, el hacerse el interesante y el destacar. Solo hay sal en los lagrimales. DIARIO Bahía de Cádiz