Hace unos días mi hijo más pequeño tenía que entregar un trabajo sobre el hambre. No es como los trabajos de nuestros tiempos cuando lo hacíamos todo a mano. Ahora los hacen con un pen y los exponen en una pantalla enorme.
En estas ocasiones siempre pienso en mi abuelo que murió antes de los setenta, porque imagino que vuelve por unos días para alucinar con los avances, parado delante del televisor sin entender media.
Como les decía, el niño tenía deberes por lo que echamos el rato, él exponiéndome su trabajo y yo de atento público. Como soy incapaz de estarme quieta le dije que si no le afectaban esas tasas de niños muertos en el mundo por hambre (uno por cada cinco segundos). Mirándome con una cara de pasmo me contestó… “mamá, es que no lo conozco. No es como si fuera de mi clase”.
Ayer murió un crío de dieciocho años a escasos metros de donde yo les escribo. Jugaba al futbol, cosa de lo más normal porque estamos rodeados de institutos y colegios donde los días de fiesta –al verlos vacíos- reptan vallas y trepan cementos para allanar en modo jugar partidos, ya sea de futbol o de baloncesto.
No crean que son granujas, sino chicos que no pueden gastar dinero en alquilar pistas deportivas. No conocía al chaval que cayó fulminado como abatido por la mala suerte. No conocía a su madre ni a nadie de su familia, como tampoco conocía al crío que desde la casa de su tía -no se sabe por qué motivo- emprendió una marcha de terrible final sobre el techo de una bodega colindante, matándose al caer desde más de cinco metros de altura. La foto de su cara distribuida en el grupo de baloncesto -porque en principio pensaron que estaba desaparecido- me perseguirá mucho tiempo porque me estremece pensar lo poco que nos separa de la desgracia.
Los niños que mueren de hambre no son más que una referencia en el plasma de ONGs porque somos desidia pura en todo lo que no nos concierne a pecho plomo.
Nos preocupamos por cómo vestimos, por perder grasa, por levantarnos cada mañana y mentir a diestro y siniestro. Porque no me digan que la vida no es más que relaciones sociales que no nos importan un haba y que ejecutamos como el lago de los cisnes intentando no matarnos al hacer piruetas.
Desde ya les digo que soy áspera -como decían en mi casa- que en argot de caminantes se basa en que me cuesta eso de sonreír sin ganas o de aguantar pamplinas cuando me duele la cabeza. En cambio, me da por pensar. Si cada cinco segundos muere un niño de hambre en el mundo, cuántos habrán caído mientras escribo este artículo. No los conocemos ni usted ni yo- ni siquiera nosotros nos conocemos. Si lo hiciéramos, lo mismo no nos gustaríamos o nos sonreiríamos enseñando los colmillos por cortesía social que consiste en hacer como que el dolor de cabeza se irá por iniciativa propia.
El “no los conocemos” a mí me joroba como excusa -se lo confieso- porque sí nos importa lo que piensa Belén Esteban o la moda que se impondrá el próximo verano. Lo mismo es que los humanos somos especie volátil como la lluvia en agosto o las mareas de quita y pon, con fauna que se adapta a esas inclemencias.
Lo cierto es que un crío cayó fulminado y solo será unas líneas en blanco y negro que ya ni siquiera servirá para aliviadero de canarios porque con la era digital leemos prensa por la pantalla del ordenador.
No crean que estoy deprimida, ni crea que la vida es una ruina. Todo lo contrario. Como el hebreo que fue a Roma en “el Decamerón” cada día ando más alucinada al estilo de mi abuelo revenido. Colonizaremos planetas llevando a Belén Esteban por bandera, muriéndose de inanición o contaminación los que dejemos en la Tierra importándonos haba y media. No nos conoceremos porque lo que no sale en el plasma no existe.
Porque los trabajos sobre el hambre se olvidan cuando tenemos una tienda de chuches en cada esquina y euros suficientes para sobornarla, el estomaguito lleno y el alma apagada. DIARIO Bahía de Cádiz