Los vaivenes de la vida dan sobresaltos. Si no me creen, pregúntenle a la Pantoja. A ella también le dieron una medalla, para su desgracia.
Las medallas deberían ser por vida entregada como la de Chiquito que se la llevó con ganas de trabajar, con esperanza de risas y amores perpetuos. Las demás son vanas porque la fama se va en un tris tras que te asomas a internet y haces algo que te rompe esa imagen que forjamos a cuatro pasos como la payasada de Galliano.
Te da mucho que pensar, si quieres, porque lo más fácil es irte a la pantalla y chutarte dos buenas dosis de mediocridad galopante. Coger un libro da grima a muchos y leerlo, ya ni les cuento. Para mí las más merecidas las que dan algo… felicidad, entretenimiento, trabajo y sobre todo esperanza. Si tuviéramos más esperanza este mundo nuestro -de tantas desigualdades y guerras encubiertas- se volvería un poco menos malo. La inversión en salud es la clave para la esperanza como especie, pero también la prevención, el cuidado de la naturaleza y sentirnos iguales a los demás pobladores del Planeta. Pero qué se puede esperar de nosotros si somos guerreros de múltiples batallas, aunque solo sea por ver tirar a un niño -y encestar- una canasta.
Una medalla tiene ese parado (sin género que guardar) que no para de buscar y que no desiste, entregando hojas de currículos que no puede ni pagar. Una para las maltratadas que salen del agujero de la violencia. Otra más grande todavía para las que cayeron, para las que pisan fuerte y protestan y lloran con rabia como la Loca del Puerto. Para los que nos protegen sin uniformes, para los que nos lloran, para los que nos enseñan, para los que guardan y velan nuestro sueño.
Las medallas son en sí mismas un premio infantil y absurdo como las bandas que clasificaban a las niñas de las Carmelitas según su color al hacer el corro de la patata. Ahora -las modas han cambiado- solo durante un tiempo fue el apto o no apto, el progresa adecuadamente o no tener contador en los partidos de baloncesto de las escuelas. La vida es pura rivalidad, si no que le pregunten a Reme que da clases en la UCA y sabe de lo que habla, de presiones y alumnado en neutral que debemos hablar incluyéndonos. No se les dio una medalla a las que cayeron en las fosas, ni a los que lucharon por algo que llamaban patria en el bando equivocado de la moneda. Tampoco se les da hoy día a los jubilados que nos hincharon de orgullo llamándoles “yayo flautas” y que ahora velan por nuestras pensiones futuras. Medallas que no se llevan los políticos porque ellos reniegan del vil metal que no de poltrona y cargo de directivo de multinacional a la salida.
Galliano sabe bien lo que una boca demasiado veloz puede acarrear en tu vida, así como que todos somos cambiables como las ruedas de un coche si encuentran una grúa lo suficientemente grande. Lo único que perdura es el titiritero que nos maneja como quiere porque es eterno y se transmuta según las modas, se disfraza y lleva colores siempre adecuados. A ese tampoco le hacen falta medallas porque las acuña en sus senos que tiene de madrastra, de usurpador, con género neutro y plural que para eso tiene mil caras.
Los vaivenes de la vida dan sobresaltos. Estrepitosas caídas o elevaciones nocturnas. Medallas que galopan en los cuellos rancios o esperanzados, de gente que elevamos nuestros ojos al abismo para convertirnos en monstruos reciclados.
Si no me creen que le pregunten a la Pantoja que aún pelea, que bebe los vientos por los programas que la machacan, que manda escuderos y prole a que les bailen las aguas mientras ella rechina dientes. Como la Loca del Puerto defendiendo territorio aunque todo eso consista en dos metros de césped municipal lleno de juguetes rescatados de la basura. Ahí duerme encogida como una enorme larva, por la desvergüenza que todos tenemos de ponernos una medalla pensando que somos mejores que su estampa. DIARIO Bahía de Cádiz