Recuerdo cuando parí al primero… el sol estaba pleno, iluminándolo todo. El niño olía a gloria y el taxista iba cuadriculado. Así que quién iba a pensar lo mal que lo pasaría -cuando 18 años llegando estas fechas de junio- me viera a las puertas de la UCA esperando al retoño.
No suelo acompañarlos a estas cosas, porque pienso que les pongo más nerviosos, pero una vez fui porque les falló transporte o me lo pidieron expresamente. Hecatombe total, ya les digo. Tanto que reverberó “el árbol del ahorcado” pujante en su plenitud de parto inesperado y rápido.
Los chicos sin género (ni identidad) eran hormiguitas que desembarcaban a plazos… de tres, de cinco, de nueve y de más. Cabezas indistintas, apretadas, compungidas en su soledad de saberse únicos en acontecimientos generales de los que detraer consecuencias muy particulares. Que te hagas un examen de 10 no vale, porque son consecutivos como las evaluaciones continuadas o las quejas de las madres cuando no estudian. Las criaturas parece que saben a lo que van, como corderillos afines al sacrificio porque les hemos dicho que esa era la meta, el llegar a la tierra prometida.
Yo al menos lo he hecho y lo repito hasta la saciedad, porque aún tengo retoños que llevar a las llanuras de Moab. Después las cosas cambian y en cuanto entran en la Universidad se vuelven híper responsables o híper idiotas. No hay término medio, como con la tortilla con o sin cebolla. Lo malo es que para llegar hemos partido muchas nueces con las nalgas, muchos cuadernos por las tapas, muchos neumáticos y sobre todo muchos pasos caminando.
Hemos envejecido como la mojama al buen sol y la tiste lluvia. Hemos perecido en ambiciones y fracasos, en orgullo desmedido o cruel realidad, porque cada senda que han tomado hemos ido a su lado. Eso sí, no era por ambiciones patológicas, ni por verlos hacer lo que nosotros no hemos podido, sino porque nos duelen como sangre, como tuétanos, como abrazos y como palpitaciones de nuestro propio yo.
Es difícil de explicar para el que no sienta a un hijo ceñirse a su cuerpo, plegarse ese olor indefinido que te hace pensar que vas a morir por él en cualquier momento y que lo harás con una sonrisa en la boca.
Luego, tras 18 años de incertidumbres, de poco dormir, de mucho aguantar y de chillar hasta que se te salten los implantes, ves que sí, que has dado la vida por las costuras para que llegara hasta allí y verle salir de tu casa pisando con miedo, porque las baldosas del camino nunca fueron amarillas. Nunca te ha importado fracasar o no lo tenías en el diccionario. Has mentido, has birlado, has jugado con la perra de la vida porque no te importaba nada a los 18, pero quieres que él o ella que más da, no juegue, ni birle porque lo es todo… sol, luna, lluvia y alegría y tristeza en un solo tiempo.
No es fácil de explicar por qué esa puñetera selectividad que les monta a caballo en la carrera que les gusta es tan importante como para verlos en tu imaginación situados con un buen puesto de trabajo, diciéndote que les ha ido bien porque se esforzaron, trabajaron y estudiaron. Te importa un guano de murciélago que no se acuerden de ti o te metan en la residencia más cochambrosa cuando las epiteliales sean compartidas con el olvido y la miseria, porque lo único que dará calor es haber hecho bien ese trabajo que consiste en no tener reglas más que las de la experiencia que allana el camino en un mundo que trasmuta a cada segundo.
Si fuera un juego de rol sería insalvable. Si un episodio de una serie, de risa y llanto. Si se cuenta, un coñazo. Y aún si, ahí estamos cada mediados de junio viéndolos volar como los gorriones nuevos, como los mirlos, sin saber qué va a pasar y -lo que es peor- sin poder ayudarles a enmendar vuelo, a corregir errores que quizás les perseguirán toda la vida, porque un examen no fue de 10 o porque la media no le da para iniciar la carrera de su sueños.
No es fácil procrear, no se crean lo que ven en las películas. No te quedas preñado si el cuerpo no quiere. Pero educar es tarea de semidioses que quieren ir de paseo al Olimpo. Y ya culminar y ser buenos padres, de mártires con peana de caoba mirando al cielo, sin que nadie te encienda un triste cirio y la calicha del techo te dé de lleno en la tonsura del pelo. DIARIO Bahía de Cádiz