Carlos López-Otín cree que podemos precisar la felicidad como hacemos con la talla de calzado. Claro que para él, el ADN, no es más que producto clasificable en un microscopio. Fue uno de los primeros científicos en desmenuzarlo y decir por qué éste sí y aquel no. Aún no han llegado a saber quién enfermará y quién no, pero denle tiempo porque ya hay unas gemelas chinas que han nacido luego de reprogramar su ADN. No me asustan las consecuencias morales del invento, sino que me coge mayor para experimentarlo en carne propia.
López-Otín cree que se podría reformular la felicidad extirpado lo oscuro de nuestra secuencia genética. No lo dudo. Más bien, me jode un ápice. En el mundo del pastilleo que vivimos que solo postulamos por los logros unitarios sin importarnos el culo del vecino, la felicidad inyectada en vena no creo que sea más que otra película de tarde de domingo. No soy muy religiosa, ya me conocen. El sentido crítico (más conmigo misma que con nadie) me lleva a pasajes oscuros, antagónico al biólogo molecular que fue prodigio en su campo recomendado incluso por Severo Ochoa.
El mismo Otín confiesa que ha sido feliz hasta que los compañeros de Universidad empezaron a hacerle la puñeta y en eso radica la felicidad, en que los adláteres estén quietecitos. Esa es la fórmula del millón de euros para tener estabilidad permanente.
No necesitamos secuenciar el ADN, ni cambiarnos por otro con sonrisa Mona Lisa, sino que no nos joroben la existencia. Les habrá pasado como a mí, que se levantan por lo general intentando tirar de la cuerda y muchos días se acuestan con ella, rodeándoles el cuello por mucho que pelearan.
Me niego a pensar en el ADN como causa de todos nuestros males societarios. Más bien, me decanto por los idiotas universales, una plaga más dañina que todas las de Egipto juntas, porque siempre están presentes en los dos bandos de la batalla. Así seguimos y así seguiremos si el diablo no nos recoge y nos da una vuelta de tuerca, que ni Lucifer es feliz desde que perdió un recurso contencioso administrativo con la Cúpula, aunque tenga un patrimonio en torturas y sometimientos que harían dichosos a muchos.
Otín cree que nos puede cambiar desde dentro haciéndonos felices a granel sin que nos afecten las circunstancias personales, ni la frustración, ni la pena, ni el desasosiego. No es mal propósito para una vida. Lo que no estoy tan segura es si yo lo querría.
Nos hacemos grandes con los sufrimientos y el dolor, nos crecemos a costa de ellos, conociéndonos a nosotros mismos. Hemos enseñado a niños a transformarse en emperadores todopoderosos, a adolescentes a creer que todo les está permitido, ¿y ahora mutaremos el material genético para hacer más feliz a la Humanidad?
El otro día falleció un anciano encantador. Su viuda me decía que no estaba tan afectada porque tomaba pastillas contra la depresión desde un tiempo antes del deceso. No abogo por la tristeza, simplemente la veo natural. Podríamos mutar a los embriones para no tener uñas, así no tendrían que cortárselas. Avanzamos a pasos agigantados para correr al precipicio de nuestra propia insignificancia, atiborrándonos de medicamentos para llevar una sonrisa permanente colgada del alma. Queremos ser mejores y nos tejemos alas de papel que se quemen al menor rayo de luz. Estábamos en las cavernas… pobres, tontos, ciegos y hambrientos y ahora queremos ser felices a perpetuidad, sin duelo, ni dolor, sin que nada nos rompa, ni llague.
Gente feliz yendo al trabajo, parados emprendedores de nuevas actividades, porque no queremos sufrir la decepción, la frustración o la agonía. Estoy segura de que podrán incluir esa felicidad en el ADN de los futuribles, lo que no estoy tan segura es que les vaya a hacer más humanos, ni mejores personas. Lo mismo lo único que contabilizamos es un mayor aumento de numerarios, en la plaga de los idiotas universales. DIARIO Bahía de Cádiz