Los que somos adictos a la tristeza miramos con rareza a los que ríen a carcajadas. Lo hacemos porque nos dan dentera como el ruido que nace en el trasiego de la tiza sobre la pizarra o el ajo a los vampiros.
Las carcajadas nos suelen ser tan inmunes que cuando estallan en nuestra cara (como orgasmo repentino) no sabemos bien qué es ese ruido raro que escuchamos, pero que no procesamos. Con el covid -de tantos nombres y apellidos- lo llevamos mal. Muy mal, para ser sinceros. No sabemos qué, ni por qué, ni cuándo. Los interrogantes son la ruina para las depresiones porque nos fragilizan el día a día convirtiéndolo en tortura total. No olvidemos que la ansiedad nos sobrecoge en cuanto se aleja un ápice la depresión, pero que convive perfectamente con ella. Y ésta no es como manto azulado que invade cada átomo de nuestro cuerpo dejándonos laxos y sin ganas -ni siquiera de algo tan básico como respirar-, sino que nos regala angustia, nerviosismo e inseguridades incluso de lo más básico que eres tú mismo.
Con el covid hemos retrocedido a la caverna. Primero, con su llegada que veíamos por televisión con ambulancias cargadas de gente que morían. Luego, encerrándonos en nuestra propia miseria de cuatro paredes. Más tarde, en esta medio vela que no sabemos qué es porque nosotros seguimos las normas a rajatabla de todo lo que nos dicen porque en el fondo, muy en el fondo, nos preocupamos por nosotros mismos y nuestra salud.
Es duro sentirla llegar, pero más aún pelear contra ti mismo. Contra esa esencia que te dice que dejes de luchar y te metas en tu burbuja negra, sin nadie… sin olores, ni sabores, solo dolor o llanto. Para siempre. Es duro, machacarte las piernas para levantarte cada día, pelearte con el reloj y los niños, rebuscar las pocas ganas y el sol abrasador que nunca quemó tanto tus pupilas.
Es duro sentarse a escribir. Convivir con las noticias, la mayor edad de tus padres, con la menor de tus hijos, con la economía al traste, con la gente politizada, con los idiotas y los necios y decidir qué quieres seguir por ti, ya no por ellos que tanto te apuntalaron en otras épocas. Por ti, más que por todo lo demás… el Planeta, la gente que merece la pena, los amigos, los enemigos, lo que no has escrito todavía y lo que posiblemente no escribirás jamás.
Quizá porque esta vida merece vivirla a cada segundo, con dolores y más sin ellos; Con pesares, y más sin ellos; con desamor, y aún más con amor del que te quieran incluso cuando tu cuerpo exhala potencia animal y ya no es ni rapsodia, ni bohemia. Quizá porque merecemos cada gramo de vida, cada átomo y neurona, cada jodida partícula aérea de ese maldito virus que nos está manteando como a Quijotes revenidos a este ciclo vital porque nos creíamos dioses y solo somos especie. Una más, de este maravilloso planeta que debe estar muy harto de nosotros.
El covid no nos ha unido, ni nos ha hecho pensar que ser humanos es lo suficientemente importante para pelear juntos, sino que ha sacado nuestro lado más productivo y nos hemos puesto a hacer dinero -llamémosle vacunas- para volver a ser inmortales. Porque en el fondo no nos importa más que la supervivencia, las marcas y los memes.
Esa especie que salió de las cuevas, vuelve a ellas, sin depresión sino con confinamientos territoriales, gubernativos o presidenciales. Vuelve a lo que siempre fuimos… seres temerosos de nuestra propia mortalidad, elevando a los dioses a los cielos que no podíamos conquistar, haciendo las cúpulas más altas, las torres más enfiladas y las cinturas más ajustadas. Hemos probado de todo menos el verbo Amar. Ese se nos escapó a bocanadas de llanto e inunda de depresiones los confinamientos del bastardo covid. Porque nos hemos dado cuenta de nuestra vaciedad, de nuestra temporalidad y de que estamos más solos que la tiza tirada en la papelera, menguada de punta, rota por la mitad. La vida corre como partícula de aerosol expulsada al viento, huérfana de orígenes, expedicionaria de mejores tiempos en los que medrar. DIARIO Bahía de Cádiz