Con los patinetes pasa igual que con las solares, que se quieren hacer cosas para las que las legislaciones no están preparadas. Todo lo que es bueno, práctico y barato parece que hace la puñeta a alguien -en el caso de las solares, a las compañías eléctricas- que empieza a fustigar hasta que vuelven a ganar el dinero que tan fácilmente les caía del cielo.
Los patinetes no están nada mal, ya les digo que mis hijos siempre han sido consumidores finales, pero en plan amateur. Lo que pasa es que ahora con las modas – y el individualismo- nos hemos dado cuenta de que hacen la función de transporte gratis que -lo mismo- no les interesa a algunos.
Es una sociedad rara ésta en la que nos movemos en patinete eléctrico para ir a ninguna parte, en la cual tenemos mayor grado de confianza con alguien a quien no le hemos visto nunca la cara que con el vecino con el que nos cruzamos todos los días.
No tiene por qué caernos bien ese vecino que lo mismo es “gili”, pero por lo menos la educación debería ser plato principal en una buena dieta educativa, sobre todo cuando por las redes damos los buenos días como si fuéramos pregoneros de Villar del Rio, el pueblo mítico que Berlanga inmortalizó para siempre.
El pueblo real –Guadalix- se nos ha transmutado en colores de poderío desde que los de Gran Hermano se asientan allí, con sus filias y sus fobias, retransmitidas en píxeles luego de comentadas por astros decadentes.
En esta nueva sociedad nuestra, los patinetes matan a ancianas que transitan en soledad por la acera a compás de un andador tras una rotura de cadera. Colisionan con sus huesos cansados y la voltean – de tal modo y por tantas veces- que la dejan sin que puedan salvarla los de Emergencias.
También matan por desconocimiento, idiotez o estulticia que son la santísima trinidad de los desgraciados que creen que el valor se presume como en los héroes troyanos. Esos imbéciles que se asientan en dos patas, se montan a cabestrillo y a trotar se ha dicho, sobre un motor de lavadora marchando a 80 por hora en una secundaria.
Pero si se acuerdan de la monja polaca que iba a Santiago a toda leche bicicletera -hábito al uso, piernas troteras- ya no se extrañarán de nada, que no hay como vivir para quitarte las legañas de golpe.
No crean que me disgusta todo este sin vivir de cambios y «dimes y diretes” que lo único que me cabrea son ellos, los políticos que quieren poder y poltronas, pero no nuestra mejoría que sería pagar menos y disfrutar mucho, justo como hacen los lactantes. Queremos mamar de la teta enorme de la vida, chupándola con ganas hasta saciarnos, sin gastar en electricidad cuando hay soles de vida- como anuncian los del Ocaso -esperándonos en esta bendita tierra nuestra que se ilumina con ellos.
Queremos ir en patinete y no caernos, ni matar a ancianas que salen a dar un paseo con todas las bendiciones de medio vecindario.
Queremos correr y ser corridos, ponernos la camisa de fuerza y desabrochárnosla, porque no hay nada como respirar bajo el agua sin ser sirenita varada.
No me den mucha cuerda que me ahorco, que tendremos que votar y ya me escuecen las palmas de las manos de tanto deshojar margaritas que no sabe una como acertar en esta sociedad tan confusa que parece crecer por un lado , mientras otros se quedan estáticos justo como el cuerpo de los adolescentes en transición hacia la edad adulta.
Nunca me ha gustado meter el sobre por la rajita de la urna, porque -como en la boca de la Verita- pienso que lo mismo me pilla los dedos durante cuatro largos años en los que tendré que aguantarme con lo votado. Como una amiga de la Facultad que iba con el programa electoral en mano para ir tachando -de él- las promesas incumplidas. Ana Rosa se llamaba, como la de Telecinco. DIARIO Bahía de Cádiz